Conversar con caimanes y dormir en cabañas flotantes en una reserva natural en la Amazonia brasileña
El ‘ecohotel’ Uakari ofrece el privilegio de alojarse en la reserva Mamirauá, en el corazón de la mayor selva tropical del mundo. Además de conocer el trabajo de los científicos, su catálogo de actividades incluye caminar por la selva, pescar pirañas y pirarucú o ir al encuentro del uakaris
Amarildo es un ribereño brasileño de 28 años que de día habla con los caimanes. Porque localizarlos de noche es sencillísimo incluso para un turista recién aterrizado en la selva amazónica. En medio de la oscuridad, basta peinar con una linterna la superficie de los afluentes del río Amazonas para encontrarlos. Cada uno de los puntos rojos que destacan tan claramente en medio de la negrura es un caimán. Cualquier noche se pueden contar hasta una quincena a las puertas del ecoturismo Uakari. Vacacionar aquí entra en la categoría de l...
Amarildo es un ribereño brasileño de 28 años que de día habla con los caimanes. Porque localizarlos de noche es sencillísimo incluso para un turista recién aterrizado en la selva amazónica. En medio de la oscuridad, basta peinar con una linterna la superficie de los afluentes del río Amazonas para encontrarlos. Cada uno de los puntos rojos que destacan tan claramente en medio de la negrura es un caimán. Cualquier noche se pueden contar hasta una quincena a las puertas del ecoturismo Uakari. Vacacionar aquí entra en la categoría de lo muy especial, porque este hotelito de cabañas flotantes solo acoge 24 huéspedes, está dentro de una reserva natural en el corazón de la Amazonia brasileña y es, además, laboratorio para las investigaciones científicas del Instituto de Desenvolvimento Sustentável Mamirauá, creado en 1999 para investigar sobre la biodiversidad de la Amazonia, su conservación y desarrollo sostenible. Tiene su sede en el municipio brasileño de Tefé.
La manera más eficaz de localizar los caimanes de día es conversar con ellos, como hace Amarildo, un veterano guía local. Sentado a popa de la canoa, imita el sonido de los reptiles y aguza el oído hasta que alguno le responde. Entonces rema hacia él para señalar a los visitantes el animal, que asoma levemente la cabeza del agua. Son ejemplares que pueden llegar a medir casi tres metros.
Llegar hasta la reserva de Mamirauá no es sencillo ni alojarse aquí es barato, pero la experiencia es única. Eso sí, está terminantemente prohibido bañarse en el río porque los caimanes y las pirañas no perdonan. El gran aliciente es vivir durante unos días (existen paquetes de distinta duración) con notables comodidades en medio de la jungla con un amplio abanico de expediciones. Primero hay que viajar a Manaos, la principal ciudad de la Amazonia. Y llegar desde ahí hasta este alojamiento creado hace dos décadas por el Instituto Mamirauá requiere volar 700 kilómetros hacia el oeste, hasta Tefé, en la frontera con Perú y Bolivia, y recorrer luego el río Amazonas y varios de sus afluentes durante una hora en lancha rápida. Ese tramo es el aperitivo de la experiencia amazónica.
Las actividades incluyen travesías en canoa para avistar todo tipo de fauna: aves, monos, delfines rosas, jaguares, insectos. Mientras el novato disfruta de pescar pirañas para la cena con una caña artesanal, los realmente aficionados pueden participar de la pesca deportiva del pirarucú (Arapaima gigas), el mayor pez de agua dulce del mundo. El highlight terrestre es hacer senderismo en la selva, entre árboles de decenas de metros de altura y troncos que requieren 10 personas para abrazarlos, además de conocer el trabajo científico del instituto y visitar una aldea.
Las excursiones y los avistamientos dependen de la época, de si la visita es durante la estación seca, cuando el río va muy bajo y muchos animales prefieren moverse por tierra, o durante las crecidas, cuando el agua inunda casi toda la selva. Ese es el momento idóneo de avistar los jaguares desde la prudente distancia que ofrece una canoa, porque en esa época estos felinos circulan de rama en rama, como los monos perezosos el resto del año o el uakari, un mono de cara roja que es semilla y símbolo de este proyecto de historia fascinante que aúna ciencia y desarrollo sostenible.
El uakari (Cacajao calvus), considerado el mono más misterioso de la Amazonia, es extremadamente esquivo, pero fácilmente reconocible incluso en medio de la vegetación más tupida por su rostro rojo intenso, que además contrasta con un pelaje blanquecino. El primatólogo José Márcio Ayres (1954-2003) vino buscándolo hasta estas tierras en la década de los ochenta, cuando estaba en peligro de extinción. Eran años de orgía esquilmadora, como si la jungla no fuera de nadie. Valía todo con tal de conseguir como botín toneladas de caza, pesca o madera. Poco importaba que fuera ilegal. Qué autoridad iba a llegar hasta aquí para imponer un castigo. Ayres logró convencer a las autoridades y a los locales para que dieran protección legal a aquel trozo de selva a orillas del Amazonas, que los brasileños llaman Solimões, en el tramo que cruza su territorio, para que el mono de cara roja pudiera vivir tranquilo y reproducirse. Creada en 1996, la reserva de desarrollo sostenible Mamirauá tiene más de 11.000 kilómetros cuadrados. Con el dinero del premio Goldman, el Nobel de los ambientalistas, el científico creó el instituto de investigación.
Era la historia de un hombre y una especie de primate hasta que el pirarucú se cruzó en su camino. Este pez de río, que alcanza hasta los 300 kilos de peso y necesita salir a la superficie para tomar aire, estaba prácticamente extinguido. Cuentan los locales que un año en uno de los lagos que puntean estas tierras solo quedaba un ejemplar. Pero una feliz combinación de saberes tradicionales y ciencia logró resucitar la especie. La habilidad de los ribereños para censar los peces cuando salen a respirar permitió establecer cuotas y vedas como pilares de una gestión sostenible del pirarucú. ¿Resultado? La reproducción se ha disparado, da trabajo a cientos de locales y poco a poco ha ganado fama en los mercados de pescado y de cuero. Una buena noticia es que el pirarucú sostenible ha entrado en las cartas de restaurantes, incluidos algunos muy selectos en ciudades tan distantes como Río de Janeiro o São Paulo (a unos 3.000 kilómetros, más que de Madrid a Varsovia). La mala noticia: se ha convertido en pieza preciada de las bandas organizadas de pescadores furtivos.
Amarrados cerca del hotel Uakari quedan los laboratorios flotantes de los científicos que vienen a investigar sobre la biodiversidad local o sobre cómo fabricar y conservar hielo en un lugar como este —como el que llegaba a la aldea de Aureliano Buendía en Cien años de soledad—, porque resulta imprescindible para transportar el pirarucú hasta la clientela. Son investigadores especializados en el pirarucú, el jaguar, el uakari o cualquiera de las otras especies que conviven en esta reserva que, además, cuenta con una red de sensores acústicos para censar a los animales.
Después de cenar, mientras se toma una caipirinha o un zumo de cupuaçu u otra fruta amazónica, se puede conocer de primera mano el trabajo que realizan las decenas de investigadores en el Instituto Mamirauá para proteger a los animales de la reserva, pero también para mejorar las vidas de las personas que habitan estas tierras, descendientes de indígenas y de emigrantes de la costa noreste de Brasil que vinieron atraídos por la fiebre del caucho que, entre finales del XIX y primeros del XX, trajo riquezas fabulosas a sus patrones. La fiebre del caucho —cuyo principal símbolo es el teatro Amazonas, que aún ofrece espectáculos de ópera y ballet en Manaos— acabó abruptamente en estas tierras cuando un explorador británico robó unas semillas que fueron plantadas en Malasia, donde germinaron maravillosamente. Acabó súbitamente con el monopolio del caucho del que Brasil había disfrutado durante décadas.
Los ribereños han acogido los sistemas para llevar agua hasta las viviendas —con lo que eso implica para quien friega o hace la colada— con más entusiasmo que la idea de colocar el retrete dentro de casa. Los mayores prefieren aliviarse lejos del hogar, como sus antepasados hicieron durante siglos.
Los huéspedes del ecoturismo no deben preocuparse por eso, aunque sí de llevar jabón y champú biodegradables. Cada habitación del alojamiento incluye dos camas con mosquitero, el ventilador que mantiene a raya a los voraces insectos, un retrete y una espaciosa ducha de agua caliente, además de balcón y hamaca para observar los caimanes de noche mientras uno perfecciona el sonido para hablarles de día como hace Amarildo.
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