Así es la italiana Gorizia, la auténtica encrucijada entre Occidente y Oriente en Europa
La pequeña ciudad, fronteriza con Eslovenia, se mantiene oculta a los ojos de la mayoría de los viajeros, pero un solo paseo por sus calles descubre los atractivos que sedujeron a la burguesía vienesa
Al viajar, conviene desafiar los tópicos. El más famoso del noreste italiano sitúa a Trieste como auténtico revoltillo de culturas por su cercanía con muchos límites geográficos. Sin embargo, la auténtica encrucijada entre Occidente y Oriente en Europa se ubica en Gorizia, una pequeña ciudad de unos 36.000 habitantes oculta a los ojos de la mayoría de viajeros, hechizados por nombres de má...
Al viajar, conviene desafiar los tópicos. El más famoso del noreste italiano sitúa a Trieste como auténtico revoltillo de culturas por su cercanía con muchos límites geográficos. Sin embargo, la auténtica encrucijada entre Occidente y Oriente en Europa se ubica en Gorizia, una pequeña ciudad de unos 36.000 habitantes oculta a los ojos de la mayoría de viajeros, hechizados por nombres de más relumbrón.
Para visitarla conviene llegar a su estación central, en una de sus periferias, siempre burguesas. Al salir de la misma, Corso Italia se abre en línea recta hacia el centro, flanqueado al inicio por numerosas villas de estilo Liberty, indudable símbolo del bienestar de esos márgenes, quizá culpables del éxito de Gorizia a finales del siglo XIX, cuando llegó a ser conocida como la Niza austríaca.
Los procesos de la Historia se aprecian en la evolución de los edificios en el camino hacia el meollo de la ciudad. El Palacio de Correos es un ejemplo magnífico de arquitectura fascista, a dos pasos del mercado cubierto, con guiños modernistas pese a ser otra herencia del período mussoliniano. Estas dos referencias, rodeadas de comercios esenciales, nos indican la proximidad del verdadero epicentro ciudadano: la Piazza della Vittoria, si se quiere una imitación provinciana de la plaza Navona romana, tanto por las fechas de sus hitos, todos ellos de época barroca, como por la distribución de los mismos en el espacio. De este modo, la iglesia de Sant’Ignazio mira a la fuente de Neptuno, lanzadera de la perspectiva hacia la estación Transalpina, rumbo lógico para quien desee recorrer Gorizia de punta a punta y así comprobar la ausencia de dificultades al pasearla.
Esto podría romperse si se opta por ceder a la visión del castillo en la cima y ascender hacia la fortaleza, fundada en el año 1000 de la era cristiana. La ruta hacia la misma se dota de encanto al seguir la Via Rastello, la gran calle comercial del medioevo, engalanada por el color de sus fachadas y su irregular morfología, en curva hacia la Porta Leopoldina. Superarla supone tener despejado el acceso al castillo, impresionante por sus panorámicas y con múltiple patrimonio en su interior, desde la pequeña iglesia del Santo Spirito hasta los museos de la Gran Guerra y la Moda.
Si en cambio se escoge postergar la senda hacia la estación Transalpina y descubrir la ciudad en dirección al río Isonzo, lo mejor es acercarse al Palazzo Coronini Cronberg, una joya de finales del siglo XVI remodelada por las sucesivas generaciones de esta familia de la nobleza italiana. Asimismo responsable del actual parque, poblado de estatuas antiguas y neoclásicas como acompañamiento a este extraordinario pulmón verde, residencia durante un breve lapso de tiempo de Carlos X, rey francés exiliado tras el triunfo de la revolución de 1830.
Por último, tras haber desgranado todas las opciones en nuestra brújula, se puede retomar el itinerario de estación a estación, no sin antes fijarnos en una placa en el número 8 de la Piazza della Vittoria. La inscripción recuerda al escritor Carlo Michelstaedter, voz de la conciencia de la Gorizia contemporánea, suicida en su domicilio con solo 22 años tras dispararse un tiro en la sien el 17 de octubre de 1910. Este filósofo también persiste en la memoria gracias a una estatua en el cruce de Via Rastello con Gabriele d’Annunzio, como si así se configurara en faro de la ciudad, tanto en su antes como en su después al hallarse a poquísimos metros de la catedral, anómala si se la compara con cualquier otra homóloga italiana.
La casa de Michelstaedter conduce hacia las segundas afueras. Mientras se avanza hacia las mismas podremos barajar ser juguetones o rígidos. Si elegimos lo primero deberemos colarnos en los portales de algunas fincas para admirar curiosas corralas medio desahuciadas, muestra de arquitectura popular decimonónica. Si, por el contrario, prescindimos de fantasías y asumimos cierta solemnidad normativa, disfrutaremos con el Palazzo Attems, en la actualidad sede de los museos provinciales, preludio a un nuevo surtido de villas aisladas, menos remarcables en lo estético, así como penalizadas al señalarse sus barrios con homenajes a los caídos de las batallas en las dos guerras mundiales, algo nada casual y muy significativo para cerrar nuestro recorrido en la estación Transalpina.
Esta fue inaugurada en 1906 por el archiduque Francisco Fernando, más tarde asesinado en Sarajevo, para conectar las localidades de Trieste y Jesenice. En su plaza exterior se resumió durante decenios la división del Viejo Mundo en la Guerra Fría mediante un muro, frontera entre Italia y Eslovenia, que hasta 1991 perteneció a Yugoslavia. El ingreso del país balcánico en la Unión Europea sucedió en 2004, eliminándose de repente todas esas horribles barreras, liquidadas por completo desde 2007 para permitir el paso de Italia a Eslovenia a pie y sin controles. El triunfo de la libertad de Schengen se esgrimió con un círculo como metáfora. Situarse en medio del mismo es estar en las dos naciones al unísono, mientras saltar hacia uno de sus lados decanta la balanza, sin jamás alejarnos de nuestra afiliación europea.
La estación forma parte de Nova Gorica. Lo averiguaremos en persona si nos recreamos en su interior, magníficamente conservado, y descansamos en el apeadero, donde no circulan los trenes, varados para evitar el olvido de sus funciones, ahora canceladas; arqueología poética de un presente donde es posible darse cuenta de las diferencias entre Eslovenia e Italia en la máquina de refrescos, mucho más baratos. También se ve en las viviendas de esta nación ahora orgullosa por los éxitos de su ciclista Tadej Pogacar, protagonista de las afueras del apeadero a través de unos dibujos infantiles como exhibición de esperanza en el futuro en este enclave donde el tiempo, pese a ofrecernos un baño contemporáneo, parece haberse congelado en un magma inconcreto de extraña belleza, con la Montaña Sagrada al fondo como colofón.
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