Escapadas

Dama con león y unicornio en París

El Museo Cluny deslumbra con sus tapices del siglo XV sobre una mujer adorada por animales fabulosos. Un viaje único a la Edad Media en la capital francesa

Exterior del museo Cluny, en París.Hercules Milas (Alamy)

De pronto en la esquina entre el bulevar de Saint-Germain y el de Saint-Michel se abre un jardín medieval, inaugurado en el año 2000, que guarda con su sosiego las espaldas del excitante Museo Cluny (o Museo Nacional de la Edad Media). Todo ha sido recreado con el rigor de un códice, peonías, lirios… O hierbas medicinales que curaron en tiempos medievales como romero, absenta, melisa, hisopo, ruda…

El viajero rodea el jardín y ya en la plaza de Paul-Painlevé entra en el museo ubicado en el terreno donde se construyó la suntuosa...

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De pronto en la esquina entre el bulevar de Saint-Germain y el de Saint-Michel se abre un jardín medieval, inaugurado en el año 2000, que guarda con su sosiego las espaldas del excitante Museo Cluny (o Museo Nacional de la Edad Media). Todo ha sido recreado con el rigor de un códice, peonías, lirios… O hierbas medicinales que curaron en tiempos medievales como romero, absenta, melisa, hisopo, ruda…

El viajero rodea el jardín y ya en la plaza de Paul-Painlevé entra en el museo ubicado en el terreno donde se construyó la suntuosa residencia de los abades de Cluny. Antes ahí mismo hubo unas termas romanas. Muchas fueron las reconstrucciones en Cluny hasta predominar en el edificio el estilo gótico flamígero del siglo XV. Por fin en 1844 fue convertido en el museo medieval por excelencia de Francia. Su inventario recoge 23.600 piezas, muchas de ellas exhibidas en 23 salas, pero los números no cuentan tanto como la seguridad de que aquí la belleza no está reñida con más de un enigma.

javier belloso

Los ojos se van hacia siete cabezas de los reyes de piedra de Judea, decapitados en la Revolución Francesa. Y a los esmaltes y libros iluminados, y al increíble relicario de plata del cordón umbilical de Jesucristo. Hay racimos de capiteles cerca de la intrigante testa de una reina de Saba. Y otra gran merced que hace Cluny es poder ver a corta distancia vidrieras procedentes de la Sainte-Chapelle. Una explosión de rojos y azules, y más sutiles amarillos de plata, y rostros de personas como flotantes, asombradas. Uno entendería que algo de Chagall se hubiese inspirado en esas pinturas sobre vidrio.

Pero es en el piso superior donde se necesita un mapa de la isla del tesoro. El caminante sin farol va pasando por salas llenas de tallas, joyas, armas, que ilustran un mundo refinado, lejos de lo que se agolpa en la palabra medieval. Hasta llegar a la sala número 13, la de los seis tapices de La dama y el unicornio. Tejidos en lanas de colores falsamente tenues que se imponen a la penumbra y te llevan adonde pasta la boca de la imaginación.

La dama no es la Virgen. Ni siquiera es una reina o princesa. Tampoco es la misma señora en todos los tapices. Fue probablemente un prototipo de mujer de una familia noble y rica de Lyon. Se cree que fue el lionés Antoine Le Viste, presidente del Parlamento de París, quien encargó esa obra maestra, confeccionada entre 1480 y 1500. Otros aventuran si el mecenas no habría sido su padre, Aubert, o su primo carnal Jean IV.

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La dama varía de rostro, pero no así en su esbeltez, en lo rubio y largo de su cabello, ni en su aire resuelto. Los animales que la flanquean son un león rampante y el más bello y misterioso, el unicornio que se pone de manos y que nunca parece acabar con su cuerno de marfil, como el de una espada de narval.

El león y el unicornio reinan heráldicamente, por ejemplo en el escudo de Reino Unido. Lewis ­Carroll dio la vuelta al unicornio cuando este animal es el que ve a Alicia como un monstruo y no al revés. Pero la dama y el unicornio de Cluny son de otro planeta. Y un conjunto de seis enigmas sostenido en los siglos. Los buscadores de islas del tesoro encuentran con paciencia los cinco sentidos en cinco de los tapices. En el tacto, la dama parece tocar delicadamente con su mano izquierda el cuerno del ser. Y por tocar la dama un pequeño órgano, se colige que ese tapiz representa al oído. Y por coger una golosina, se trata del gusto en otro tapiz. ¿Y no va a ser el olfato lo que se evoca cuando la dama trenza una corona de flores? ¿Y no es la vista la clara alegoría que indica la dama llevando en su mano derecha un espejo donde se refleja el unicornio?

Tres de los seis tapices de la serie 'La dama y el unicornio' en el Museo de la Edad Media de ParísH. Milas (alamy)

Tal vez, pero el sexto tapiz desarma las conjeturas. Tiene una leyenda, “A mon seul desir”, que, según el medievalista Jean-Patrice Boudet, convendría traducir más bien por “Según mi voluntad”. Porque la dama, siempre bien escoltada por el león y el unicornio, en ese sexto tapiz se quita el collar y lo deposita en un cofre. Parece querer salir así del mundo sensorial, material, incluso de las sugestiones, para trascenderlas, quizá para liberarse. Por ello se considera a ese tapiz la clave de los otros cinco, pues no se trataría tanto del deseo, sino del apaciguamiento del mismo, o del lamento por lo experimentado. Si así fuera, la dama ya no quiere seducir a nadie, ni siquiera al bello unicornio, sino emprender un posible camino de perfección.

Pero a lo mejor es otro el escondido quid de la cuestión. En tres de los tapices aparece un mono, lo negativo, el regreso a la animalidad. Y en otros tres tapices figura el perro, lo positivo, la fidelidad. Un dualismo que con todo no suprime esa admiración, no exenta de deseo, que siempre produjo el unicornio, el animal que no se deja de buscar.

Claro que también está la posibilidad, no canónica al uso, de un sexto sentido, de plenitud. Un avance fabuloso de libertad antes de que naciera el Renacimiento. Y un viaje misterioso allá donde los sentidos no se moderan por la espiritualidad, ni esta tiene que derrotar al cuerpo por fuerza, siendo todo, una vez más y siempre, parte de un todo.

Luis Pancorbo es autor de Caviar, dioses y petróleo. Una vuelta al Mar Caspio (editorial Renacimiento).

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