Columna

Telón

Sabemos, por las palabras de Hamlet a los cómicos, que el teatro nació para “mostrar a la virtud sus dimensiones, a la estupidez su verdadero rostro”

Vista de Londres desde el parque Hampstead Heath. Getty Images

A la edad de 32 años eché cuentas: una cuarta parte de mi vida la había pasado en una isla septentrional a la que fui huyendo del hastío franquista y con la fantasía insensata de aprender inglés en cuatro meses. Ocho años después de llegar, sabida la lengua mal que bien, tuve oportunidad de establecerme en Inglaterra. Pero España era ya otra entonces y regresé, sin arrepentirme nunca, del país extranjero al que le debo mucho de lo que soy y lo más consistente de lo que sé. ¿Es hoy el mismo país? De aquel tiempo británico recuerdo sobre todo sus teatros y sus iglesias, muy frecuentados unos, mu...

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A la edad de 32 años eché cuentas: una cuarta parte de mi vida la había pasado en una isla septentrional a la que fui huyendo del hastío franquista y con la fantasía insensata de aprender inglés en cuatro meses. Ocho años después de llegar, sabida la lengua mal que bien, tuve oportunidad de establecerme en Inglaterra. Pero España era ya otra entonces y regresé, sin arrepentirme nunca, del país extranjero al que le debo mucho de lo que soy y lo más consistente de lo que sé. ¿Es hoy el mismo país? De aquel tiempo británico recuerdo sobre todo sus teatros y sus iglesias, muy frecuentados unos, muy visitadas, sin rezos, las otras. Y pergeñé una tesis de andar por casa para explicarme la incomparable magnitud del teatro de lengua inglesa, uno de los capítulos mayores del arte de todos los tiempos: la palabra de Shakespeare, de Aphra Behn, Bernard Shaw, Wilde, Pinter o Caryl Churchill, por citar unos pocos, sería la homilía civil de una cultura cuyos templos siempre le parecieron, al levantino barroquizante que nunca he dejado de ser, salones de actos construidos por arquitectos muy racionales. ¿Eran pues las iglesias anglicanas de la City escenarios de la persuasión religiosa, y los verdaderos altares de la imaginación estaban apiñados en torno a las candilejas de Charing Cross y Piccadilly? Ya de turista en Londres, el día de julio de 1989 en que murió Laurence Olivier rompí a llorar cuando todas las luces del West End se apagaron en duelo. Qué buena tierra la que venera a actores y actrices con una fe que nosotros, tan besucones de pies y manos, no derrochamos.

Mi brete actual es ver a un payaso al frente del elenco que va a regir los destinos del admirado país. Un payaso que miente, cuando sabemos, por las palabras de Hamlet a los cómicos, que el teatro nació para “mostrar a la virtud sus dimensiones, a la estupidez su verdadero rostro”.

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