Columna

Vivir con el ‘enemigo’

Lo que está en juego, de lo que va todo esto, afecta al núcleo mismo de lo que entendemos por masculinidad, la revolución pendiente

Manifestación en la ciudad universitaria durante la huelga 8 de marzo.Vídeo: Santi Burgos (EL PAÍS). ATLAS

La movilización de las mujeres ha tenido un éxito indudable. Nadie puede negar su eficacia a la hora de sacar a la luz la quiebra de la promesa de igualdad asociada al principio de no discriminación por razón de sexo. La información aportada al respecto ha sido apabullante. Esto y la manifestación masiva ha ayudado a tomar conciencia a las mujeres de su situación asimétrica. ¿A partir de ahora qué? ¿Qué hacemos con todo este impulso, este gran empujón del feminismo?

Desde luego, los políticos habrán tomado buena nota de las demandas, y con toda seguridad se traducirá en más y mejores po...

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La movilización de las mujeres ha tenido un éxito indudable. Nadie puede negar su eficacia a la hora de sacar a la luz la quiebra de la promesa de igualdad asociada al principio de no discriminación por razón de sexo. La información aportada al respecto ha sido apabullante. Esto y la manifestación masiva ha ayudado a tomar conciencia a las mujeres de su situación asimétrica. ¿A partir de ahora qué? ¿Qué hacemos con todo este impulso, este gran empujón del feminismo?

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Desde luego, los políticos habrán tomado buena nota de las demandas, y con toda seguridad se traducirá en más y mejores políticas públicas dirigidas a facilitar las condiciones laborales y familiares de la mujer. O a eliminar las trabas, muchas veces casi invisibles, que impiden su acceso a cargos y posiciones sociales a los que por unas u otras razones apenas tenían acceso.

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Pero será una lucha difícil. Ya lo decía la propia Simone de Beauvoir cuando afirmaba que “el vínculo que une a las mujeres a sus opresores no se puede comparar con ningún otro”. Viven dispersas entre los hombres y sus pautas de solidaridad están más definidas por su situación objetiva en una clase social, familia o unidad laboral que por su sexo. Como subraya la autora, lo que caracteriza fundamentalmente a la mujer es ser “la alteridad en el corazón de una totalidad en la que los dos términos —masculino y femenino— son necesarios el uno al otro”. No puede no vivir entre hombres pero tampoco puede soportar su lugar subordinado, debe aspirar a una “existencia auténticamente asumida”.

Además, contrariamente a lo que ocurre con otros movimientos sociales, donde el adversario es perfectamente objetivable —pensemos en la lucha de clases, por ejemplo—, el así llamado “poder masculino” no tiene un palacio de invierno que haya que tomar. El enemigo no es fácilmente definible. Entre otras razones, porque en propiedad no es un sujeto o un grupo propiamente dicho. Es un conjunto de fuerzas que penetra en todos los intersticios de lo social, y se arraiga en una compleja constelación de expectativas, roles e inercias sociales que constituyen al “sujeto femenino” a partir de sutiles redes de poder.

No es de extrañar que el sector dominante del feminismo haya hecho de la renegociación de la identidad de género el objeto principal de su preocupación. Y para ello ha tenido que romper con las concepciones tradicionales desde el particularismo de sus propias experiencias de vida. De ahí que sean tan relevantes los testimonios de mujeres que hemos venido escuchando estos días. Pero, no nos engañemos, en esta renegociación del “contrato sexual” (Pateman) hay también otra parte que no puede excusarse sólo detrás de concesiones en términos de “políticas públicas”. Lo que está en juego, de lo que va todo esto, afecta al núcleo mismo de lo que entendemos por masculinidad, la revolución pendiente.

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