Columna

La cobardía del abusón

El valiente Trump tiembla ante el fiscal especial Mueller, que investiga la colusión rusa

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en la Casa Blanca.MANDEL NGAN (AFP)

Donald Trump es incansable. Siempre se supera a sí mismo. Nunca se agota su repertorio. Su capacidad para renovarlo responde a su peculiar personalidad e incluso tiene que ver con su éxito: que no pare nunca el espectáculo, que siga la fiesta de sus exabruptos, insultos y excentricidades. El deporte de riesgo que practica tiene precio: las lesiones auto infligidas pueden llegar a ser letales.

El último numerito del circo trumpista ha sido una exhibición de bravuconería infantil y mendaz, en mitad de una tragedia: a difere...

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Donald Trump es incansable. Siempre se supera a sí mismo. Nunca se agota su repertorio. Su capacidad para renovarlo responde a su peculiar personalidad e incluso tiene que ver con su éxito: que no pare nunca el espectáculo, que siga la fiesta de sus exabruptos, insultos y excentricidades. El deporte de riesgo que practica tiene precio: las lesiones auto infligidas pueden llegar a ser letales.

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El último numerito del circo trumpista ha sido una exhibición de bravuconería infantil y mendaz, en mitad de una tragedia: a diferencia del policía armado que no supo reaccionar ante la matanza de la escuela de Parkland, donde cayeron abatidos 17 escolares y maestros por los disparos de Nikolas Cruz, él, Donald Trump, el presidente, tuvo la osadía de decir que se habría enfrentado al asesino incluso con las manos desnudas, sin armas.

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Nadie desconoce como está la hoja de servicios de la valentía presidencial. En blanco. Son numerosas las escenas y testimonios de su escaso coraje físico. Eludió el servicio militar cuando los reclutas iban a Vietnam. No le gusta visitar a las tropas en zona de combate. Tiene pavor a los gérmenes y le angustia la visión de la sangre. Nada reprochable si se le conociera algún acto de coraje moral. Al contrario, es duro con los débiles y débil con los fuertes. “Como la mayoría de los acosadores, Trump es un cobarde”, ha escrito Jill Abramson, la exdirectora de The New York Times.

Estas bravuconadas tienen un significado, al menos doble. Baja un peldaño más en su descrédito y falta de autoridad, que estaría en cifras árticas si pudieran medirse en grados centígrados. Y son signo inconsciente de pavor ante su némesis, el fiscal especial Robert Mueller, que va tejiendo sigilosamente la red judicial con su investigación sobre la colusión entre la campaña electoral y los servicios secretos rusos. Mueller sí hizo la mili en Vietnam y fue condecorado, y no se arredrará ante el presidente si hace falta. Todavía hay que esperar un tuit de Trump dedicado a Mueller.

Ahora Trump tiene en su yerno un buen espejo. Jared Kushner ha perdido la calificación para acceder a la información de máximo secreto de Estado, el top secret reservado solo al presidente y alguno de sus colaboradores. Los argumentos utilizados por John Kelly, su jefe de gabinete, para degradar al esposo de Ivanka pudieran servir perfectamente para el presidente. Sus múltiples negocios y sus contactos con gobiernos extranjeros le convierten en una presa vulnerable a la presión y al chantaje, la colusión que Mueller está investigando en relación a Trump y Vladímir Putin.

Kelly no es objeto de un súbito ataque de decencia, sino que quiere salvar el pellejo, apenas medio año después de incorporarse como jefe de Gabinete para poner un poco de orden. Un escándalo de maltratos machistas de su asesor Roger Porter ha revelado su laxa actitud ante los excesos masculinos, justo en mitad de la fiebre del #metoo. Solo las paredes aguantan en la Casa Blanca de Trump, debilitada en el exterior y dentro en una transición desde el caos inicial hacia el asedio judicial.

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