Columna

Guerras identitarias de distracción

La principal fuente de conflicto gira en torno al quiénes somos y contra quién estamos

Una bandera de España y una estelada en un comercio de Barcelona.ERIC GAILLARD (REUTERS)

2017 ha sido un año en el que las democracias han vivido peligrosamente. Antes de cada elección cundía el temor por el populismo; y una vez celebradas, por la ingobernabilidad. Y en casi todas las campañas ha habido que temer la interferencia de hackers, el estruendo de las noticias falsas y la ya incomoda emocionalidad que todo lo impregna.

Ser hoy ciudadano se ha convertido también en algo de...

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2017 ha sido un año en el que las democracias han vivido peligrosamente. Antes de cada elección cundía el temor por el populismo; y una vez celebradas, por la ingobernabilidad. Y en casi todas las campañas ha habido que temer la interferencia de hackers, el estruendo de las noticias falsas y la ya incomoda emocionalidad que todo lo impregna.

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Ser hoy ciudadano se ha convertido también en algo desacostumbrado. Una de las principales novedades es que quienes se enfrentan en la palestra pública ya no son solo los políticos; ahora todos participan de la descalificación del contrario. Todos contra todos. Ya sea vía enjambre o ejerciendo de francotiradores solitarios. Y en esta guerra hobbesiana llama la atención cómo la principal fuente del conflicto gira en torno al quiénes somos y contra quién estamos. Las cuestiones identitarias han pasado al centro de la confrontación política, diluyendo en el camino la tradicional confrontación izquierda / derecha.

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Los Puigdemont, Orban, Kaczynski, han devenido en los tontos útiles del auténtico poder, el geopolítico y el que se sustenta sobre la reproducción del sistema económico real, que ha conseguido acceder a una despolitización sorprendente. Resulta así que la frustración derivada por una distribución de recursos cada vez más asimétrica se ha conseguido canalizar hacia las batallas identitarias que se desgañitan en el ciberespacio.

Para muestra un botón. Mientras apreciamos el gran avance de la “rebelión de las mujeres” que supuso el #MeToo, pasa con indiferencia la reforma fiscal de Trump, que ha sellado la más espectacular sumisión del poder político al poder económico. Quizá el momento de máxima desvergüenza del neoliberalismo rampante. Pequeños saltos emancipatorios, que contrastan con la ya intratable desfachatez de un orden económico al que nadie se atreve a ponerle ni una coma.

Por ahora, la principal víctima de este proceso está siendo la democracia. Esta se encuentra, en acertada expresión de Yascha Mounk, cada vez más encajonada entre un (neo)liberalismo no democrático a escala global y una democracia no liberal a nivel nacional. ¡Estupendo! Los pueblos y su supuesta voluntad general por encima de los ciudadanos individuales, y los imperativos sistémicos doblegando la supuesta autonomía de la política.

Ahora que todavía estamos bajo el impacto de las últimas elecciones catalanas, urge más que nunca ponerlas en contexto, narrarlas de otra manera, aprender a evaluarlas desde otras claves y dentro de pautas generales más amplias de las meramente nacionales. Porque ya nada de lo local se explica sin recurso a fenómenos con repercusión planetaria. Y si tuviera que elegir cuál ha sido el tema político central del 2017, lo que los acontecimientos de este año más han contribuido a sacar a la luz, lo tengo claro: la fragilidad de la democracia.

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