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Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa

Transparencia ¿verdad o mentira?

La búsqueda de la transparencia ha fascinado a los arquitectos durante generaciones. Ahora que los medios técnicos hacen posible incluso la estructural podemos preguntarnos sobre lo que esta revela

La transparencia en arquitectura ha pasado de ser un logro técnico a convertirse en una moda que a veces se agota y a veces regresa. Lo que comenzó con los muros cortina y llegó a simbolizar el futuro –de las ciudades- e incluso su progreso, ha demostrado su error de cálculo cuando hemos asistido a la siembra de rascacielos forrados de muro cortina donde nunca deberían haberse levantado: en barrios rodeados de desierto o en ciudades en las que las temperaturas invernales aconsejarían un aislamiento del exterior más eficaz.

Hemos sido testigos de cómo la transparencia triunfaba en interi...

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La transparencia en arquitectura ha pasado de ser un logro técnico a convertirse en una moda que a veces se agota y a veces regresa. Lo que comenzó con los muros cortina y llegó a simbolizar el futuro –de las ciudades- e incluso su progreso, ha demostrado su error de cálculo cuando hemos asistido a la siembra de rascacielos forrados de muro cortina donde nunca deberían haberse levantado: en barrios rodeados de desierto o en ciudades en las que las temperaturas invernales aconsejarían un aislamiento del exterior más eficaz.

Hemos sido testigos de cómo la transparencia triunfaba en interiores –cambió la rotundidad de los edificios bancarios para simbolizar una nueva transparencia que, como también hemos visto, en realidad no existe. Hemos contemplado las coreografías que se desarrollaban en cocinas encerradas detrás de un muro de vidrio cuando hemos cenado en algún restaurante con ambición creativa.

Dos veces por semana paso por delante de una panadería-cafetería que tiene el obrador completamente a la vista. Han hecho del trajinar de los panaderos un reclamo publicitario. Cuando paso, a veces están amasando pan, otras veces sacando hogazas del horno y los panaderos –impecablemente vestidos de blanco- trabajan sin cesar, como si se sintieran vigilados. Los vidrios también parecen invitados de piedra en ese escenario: están permanentemente empañados o salpicados del polvo blanco de las harinas.

El vaivén de la transparencia me recuerda al vaivén de la exposición tecnológica del que ya despertamos y que, sin embargo, tenía mucho que ver con la ambición de verlo todo. La construcción del Centro Pompidou de París desató, en los setenta, una moda que señalaba y remarcaba los conductos de las instalaciones y las circulaciones. Ese destape de las interioridades de un edificio, se trasladó al interiorismo como sinónimo de modernidad e incluso al diseño cuando muchos relojes de pulsera dejaron ver el mecanismo debajo de la esfera. El problema es que una vez conocido lo que hay bajo la esfera, eso deja de fascinarnos. Una vez sabido cómo funciona una cocina empieza a molestarnos molestar a quienes allí se afanan en preparar los platos.

¿Somos más auténticos cuando estamos desnudos o somos más incompletos? ¿Necesitamos desnudarnos delante de todo el mundo o solo cuando se da el grado de intimidad que convierte el desnudo en el estado natural? Siento que algo parecido a lo que nos sucede a nosotros les ocurre a los espacios. Por mucho que Walter Benjamin advirtiera sobre la frialdad del vidrio (su falta de aura o su incapacidad para ambicionar una respuesta creativa) y por mucho que incluso Derrida lo tachara de inhumano (olvido del ser humano), el vidrio ha continuado fascinando a arquitectos e ingenieros contemporáneos que han llegado a hacer de él un material con capacidad estructural. Poco podía imaginar Giuseppe Terragni que las columnas de su Danteum algún día dejarían de ser un sueño.

Aun así, con todos los problemas energéticos, de mantenimiento, de convivencia y de relación con el espacio que genera la transparencia todavía continúa fascinándonos. Pero más allá del despropósito energético, que no hace falta verlo todo uno lo aprende con el tiempo. Basta pensar en todo lo que podemos ver y no nos esforzamos en mirar. La excesiva transparencia nos convierte de sujetos en objetos. Transforma una ventana para ver en un escaparate para ser visto. Por eso la transparencia, como la opacidad, hay que sopesarla. Y también debemos aprender a convivir con la tecnología. Que las cosas sean posibles no significa que debamos utilizarlas hasta el límite de sus posibilidades. Porque llegar a ese límite puede comportar alcanzar también el nuestro. Yo no quiero vivir sin sombras, sin intimidad, sin secretos, sin sorpresas, sin desorden. Transparente.

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