Análisis

El fin de un sueño

EEUU pierde la oportunidad de impulsar la igualdad de la mujer

Dos mujeres reaccionan al avance de Trump en el recuento.WIN MCNAMEE (AFP)

The free State of Jones, una extraordinaria película que ha pasado un tanto desapercibida en la cartelera reciente, recoge una de esas pequeñas historias que pintan la Historia en mayúsculas. Un humilde campesino de Missisipi interpretado por Matthew McConaughey -brillante, convincente, soberbio- huye del Ejército confederado y establece una colonia de blancos desertores y de negros en pie de rebelión. Se refugian en una zona pantanosa del condado de Jones donde los confederados, entretenidos y acosados por las tropas del norte, no logran acceder. La película está cuajada de momentos ...

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The free State of Jones, una extraordinaria película que ha pasado un tanto desapercibida en la cartelera reciente, recoge una de esas pequeñas historias que pintan la Historia en mayúsculas. Un humilde campesino de Missisipi interpretado por Matthew McConaughey -brillante, convincente, soberbio- huye del Ejército confederado y establece una colonia de blancos desertores y de negros en pie de rebelión. Se refugian en una zona pantanosa del condado de Jones donde los confederados, entretenidos y acosados por las tropas del norte, no logran acceder. La película está cuajada de momentos sencillos y grandes a la vez, sobre todo cuando la colonia crece y McConaughey llena la pantalla de discursos certeros sobre la igualdad de los hombres independientemente del color de su piel. No se la pierdan.

Aquello ocurrió en 1863, cuando algunos hombres buenos empezaron a construir los cimientos de la igualdad racial en Estados Unidos, y el hilván de esa lucha nos lleva hasta 2008, cuando por primera vez un hombre de color, Barack Obama, llegó a la presidencia del país. En medio hubo pequeños héroes como ese campesino y grandes como Abraham Lincoln, que abolió la esclavitud, Martin Luther King o Rosa Parks.

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La película, sin embargo, también pone en evidencia el vacío en torno a la otra gran revolución pendiente: la de la igualdad de la mujer. Cuando hablan de iguales se refieren siempre a hombres y hasta las mujeres les aplauden cautivadas por el argumento de la piel.

Los hombres pudieron ser iguales a los hombres antes de que las mujeres lo fueran también. Y no es cuestión de establecer comparaciones entre ambas causas, porque aquellos esclavos saltaban desde la barbarie y el atraso de un sistema que se había enriquecido con la explotación, pero sí de señalar cómo, en un siglo de historia, Estados Unidos está intentando recorrer un camino épico hacia la igualdad en dos grandes frentes pendientes. El de las mujeres tendrá que esperar.

La XV Enmienda de la Constitución de Estados Unidos permitió en 1870 el voto de los negros -que necesitó una ley en 1965, bajo la presidencia de Lyndon Johnson, para hacerse real- y la XIX Enmienda de la Constitución otorgó en 1920 el derecho al voto a las mujeres.

Una victoria de Hillary Clinton habría permitido en 2016 cerrar el círculo de una lucha que empezaron las sufragistas en medio de fuertes conflictos. Pero el sueño se esfuma con el triunfo de un candidato, Donald Trump, que por el contrario humilla a las mujeres.

Hillary Clinton (Chicago, 1947) se ha chocado una y otra vez con todos los factores, incluido su carisma cero, que le han impedido romper el techo de cristal. Representó durante muchos años a esas generaciones de mujeres que han renunciado a buena parte de sus carreras para acompañar a sus maridos y construir sus familias. Abogada en el empeachment que lanzaron los demócratas contra Richard Nixon por el caso Watergate (1974), renunció a continuar su carrera en Washington para regresar a Arkansas con Bill, con quien se casó en 1975. Desde entonces estuvo a su sombra, hizo campaña por él, fue primera dama de este Estado cuando él fue gobernador (1983-1992) y luego en la Casa Blanca cuando fue presidente (1992-2000). Sufrió el 'caso Monica Lewinsky' con triste sobriedad y no logró imponer su proyecto de reforma sanitaria cuando asumió mayores competencias. Era siempre la mujer de Bill y encontrar un papel a la altura de su preparación fue misión imposible.

Pero Hillary Clinton esperó. Pasada la era de Bill logró un escaño de senadora por Nueva York, pero necesitó también dejar pasar la era de Barack Obama, que la venció en las primarias demócratas de 2008, para intentarlo de nuevo. A sus 69 años ha perdido de nuevo su oportunidad y la hora de practicar lo que dijo en un discurso en Wellesley College en 1969, cuando solo tenía 22 años: “El miedo siempre nos acompaña, pero no tenemos tiempo para él. Ahora no”. Ya no hay más tiempo, el sueño ha terminado.

La elección de Hillary Clinton no solo habría colocado a una mujer al frente del país más importante del mundo, de la mano de grandes como Alemania (Angela Merkel), Reino Unido (Theresa May, como antes Margaret Thatcher) o Brasil (Dilma Rousseff hasta su defenestración). Sobre todo, habría permitido a Estados Unidos encadenar dos símbolos para dos revoluciones seguidas: la de la igualdad racial y la igualdad de la mujer. Si hubiera seguido la racha, por qué no imaginar un hispano en la Casa Blanca. O hispana.

Por el contrario, Estados Unidos ha elegido al enemigo de las minorías, de las mujeres, de los inmigrantes, de los musulmanes y de la corrección política que ha facilitado la convivencia en las democracias. El sueño se esfuma y, en su lugar, comienza la pesadilla.

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