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Las historias de quienes ocupan los estadios olímpicos vacíos

Ancianos vecinos de favelas, niños pobres o abandonados y hasta presos menores de edad ocuparon los asientos que nadie quiso comprar.

Asientos vacíos durante la final femenina de atletismo de 10.000 metros.David Goldman (AP)
Entre todos los vestidos elegantes que había en su armario, Adelina Monteiro, de 75 años, se decantó por uno amarillo para animar a Brasil en su primer día en un estadio olímpico. Pasará el día en la piscina de saltos ornamentales, aquella que se tiñó de verde. Vecina de Providência, la primera favela de Río, tiene ocho hijos, 16 nietos y seis bisnietos. Son tantos que ya ni se acuerda de cómo se llaman, aunque uno de sus nietos sea Gabriel Monteiro, campeón mundial de jiu-jitsu. Debajo de sus canas, Adelina guarda el recuerdo de la guerra del narcotráfico que sigue presente en su comunidad: un trozo de una bala perdida incrustada en su cráneo desde 1984. “No me duele ni cuando el tiempo cambia. Les pareció mejor dejarla ahí”, explica. Adelina fue al estadio gracias a las entradas que la Unidad de Policía Pacificadora (UPP) que llegó a su barrio para acabar –sin mucho éxito– con el dominio del narcotráfico, ofreció a algunos vecinos de la favela.
Fernanda Gomes, de 11 años, vive con su madre y dos hermanos en una casa cercana a la de Adelina. Una de las primeras cosas que cuenta es que su padre fue asesinado en 2015, lo que agravó el trauma que dice sufrir siempre que ve un arma u oye un tiro, algo habitual en su barrio. Además de la necesidad urgente de ir al baño, la pequeña cuenta que siente falta de aire, temblores y fiebre siempre que adivina la violencia cerca. “Hace unos años había tiroteos alrededor del colegio y siempre vomitaba. Ahora no puedo ver ni un policía armado, me pongo enferma”. La paradoja es que en la furgoneta que la lleva al estadio y donde relata sus miedos viaja un policía de paisano y desarmado, el responsable de su primera visita al Parque Olímpico.
Las autoridades encontraron hace un año a los adolescentes Marlon y Misael en su casa de Campo Grande, un barrio de la zona norte de Río de Janeiro. Sus padres no estaban y ellos se encargaban de cuidar a sus hermanos pequeños. Desde entonces viven en un centro de acogida y, cuando se enteraron de que habían sido invitados al Parque Olímpico, abrieron los cajones de los armarios que comparten y desempolvaron las medallas de jiu-jitsu que conquistaron en el colegio. Marlon tuvo hasta que hacer un remiendo en la cinta de la suya para poder enseñarla con orgullo por si alguna cámara de televisión se fijaba en él. Lo único que saben de saltos ornamentales son esos mortales que alguna vez hicieron en la piscina. “No entiendo cómo pueden hacer tres seguidos, en serio te lo digo”, dice Misael.
Kayky dos Santos, de 12 años, pide el cuaderno para dibujar y enseña, orgulloso, el resultado: Vinicius, la mascota de los Juegos que se celebran en su ciudad y que, inesperadamente, puede ver en directo. Kayky vive con su hermano en un centro de acogida desde el pasado 10 de mayo, según él, porque había mucha basura en la casa de su familia. “Me llevaron”, especifica. Mientras otros niños afirman que les gusta el centro de menores, Kayky cuenta los días para que su madre los saque de ahí. “Ya falta poco. Está arreglándolo todo ya”, dice. El muchacho, uno de los 2.000 niños y niñas beneficiados por las entradas que donó el Comité Río 2016 a los juzgados de infancia, juventud y de la tercera edad, no sabe dónde está su familia.
Entre los aficionados ingleses, canadienses y estadounidenses que presencian la semifinal masculina de clavados hay un chico que acapara todas las miradas. Se levanta para celebrar las piruetas, grita y baila. Su nombre es Natã, tiene 12 años y vive en un centro de acogida. Sus padres lo maltrataban. Es uno de los 2.000 niños y niñas beneficiados por las entradas que donó el Comité Río 2016 a los juzgados de infancia, juventud y de la tercera edad y, aunque no sepa nada de las peculiaridades de este deporte, se pone a bailar para celebrar la nota del clavadista canadiense Philippe Gagné, mirando a las dos aficionadas vestidas de blanco y rojo que están en la grada detrás de él. “No entiendo nada, pero me está gustando muchísimo”, dice. “Siempre se entrega así en todo lo que hace”, añade una de sus supervisoras en el estadio. En la foto, de pie a la derecha, Natã animando.
“Señora, tome nota de mi sueño”, pide Israel, de 15 años. “Mi sueño es hacer natación”, insiste. Israel tiene una enorme cicatriz de una quemadura en el brazo derecho, difícil de pasar desapercibida. “Fue mi padre”, dice, mirándose la herida. Hace un año que este adolescente vive en el albergue de Campo Grande, en el norte de Río de Janeiro, un sitio que le gusta, y donde dice pasárselo bien. Israel vive lejos de su madre, a la que también acogieron en un albergue, pero este martes soleado él solo que quiere hablar de cosas buenas. “Señora, anote mi sueño”, repite. “Voy a ser nadador”.
Entre el público que acudió al Maria Lenk había un grupo de adolescentes presos. Los jóvenes, que cumplen un régimen semiabierto por varios tipos de delitos, recorrieron 170 kilómetros —tres horas de viaje— para llegar al Parque Olímpico. "El mayor contraste en el evento son sus paradojas clasistas que ponen de manifiesto que existe un Brasil para la élite blanca, de clase media, y otra realidad reservada para los trabajadores, en su mayoría negros y pobres, que brillan por su ausencia, principalmente, en los eventos olímpicos de la ciudad", explica el profesor de los muchachos, Erlon Couto.