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Retratos de una España en el agujero

Ocho años más tarde, las consecuencias de la crisis económica mundial siguen latentes en la sociedad española

Juan Antonio Jiménez —nacido en La Luisiana (Sevilla) hace 58 años— vive en un hogar social, pero ha conseguido hace unas semanas un piso del Instituto madrileño de la Vivienda (Ivima). Tiene dos habitaciones, aunque está sin amueblar. "Comida no busco, porque en la basura no hay nada decente. Pero ahora tengo que amueblar la casa así que me estoy llevando cosas", explica. El alquiler del nuevo hogar que compartirá con su esposa cuesta 400 euros al mes, pero gracias a la ayuda, ellos pagarán "ciento y pico". Jiménez titubea con los datos; no recuerda si su matrimonio tiene 20 o 22 años, o si ha estado 10 u 11 años viviendo en la calle. "Esto es desagradable. Es una vergüenza", reconoce sobre su situación. Es de noche y el frío arrecia en Madrid. "Hoy, de momento, he encontrado una bolsa con unas carpetas archivadoras, un mono de peluche que lo llevo para mi mujer, una sudadera bastante calentita y un palo. Aunque está hueco, también sirve", relata Jiménez al mismo tiempo que alza el palo y suelta una carcajada. "Tengo otro escondido de roble —continúa— para defenderme de los antidisturbios. Voy a todas las manifestaciones porque me obligan mis principios. Ayer estuve en la de las mujeres [Día Internacional de la Mujer]". El exalbañil lleva una sudadera con la A circulada bordada a la altura del corazón, el símbolo de la anarquía: "Soy anarquista. Desde 1973 he estado en la Joven Guardia Roja del PTE (Partido del Trabajo en España). A mí, el 'Paquito' nunca me ha ido. En las últimas elecciones he votado a Podemos porque estoy a favor del cambio, aunque siempre he ido con Izquierda Unida, pero el cambio se consigue con la mayoría y ahora IU es minoría". Juan Antonio Jiménez se despide con una consigna: "La lucha es el único camino. Hay que hacer la revolución".
Estíbaliz Iturriaga (Bilbao, 1989) se matriculó en la carrera de Ingeniería Geomática y Topográfica pensando que era una profesión con futuro. Han pasado ocho años desde entonces y ahora, con su título bajo el brazo, trabaja como promotora de supermercados los fines de semana. "Creía que a los 26 años tendría ya mi vida hecha, y ahora no creo que empiece a hacerla ni a los 30. Siempre había pensado que quería ser madre joven, pero tendré que aguantarme", se lamenta. Cada viernes, desde hace tres años, recibe un contrato de 12 páginas que se rompe el domingo cuando firma el finiquito. "Es una rutina. Lo peor es que hasta el jueves no sé fijo si voy a trabajar o no. La gente se alegra de que llegue el fin de semana, yo nunca hago planes. No estoy disfrutando de mi juventud". Iturriaga asegura que no ha perdido la esperanza y sigue buscando trabajo todos los días y echando currículos, pero dice que siempre piden experiencia y ella no la tiene. No cuenta con un sueldo fijo, pero trabajando 11 horas a 5 euros la hora, lo máximo que puede llegar a ganar en un mes son 240. "Intento seguir formándome, pero no puedo costearme un máster u otros cursos. Entre semana voy a una academia de inglés que me pagan mis padres, pero hay mucha gente que no tiene esa suerte. Mi hermano estudió lo mismo que yo y está en Chile. Pero yo no quiero irme, que se vayan los culpables de esta crisis. Si tan bien nos han formado, ¿por qué no nos contratan aquí?", se queja molesta la bilbaína. Reconoce que suele sentirse frustrada y desesperada: "A veces creo que sigo siendo una niña pequeña viviendo en casa de mis padres y eso me hace sentir mal. No me dan trabajo ni de cajera de supermercado".Fernando Domingo-Aldama
"Soy un parado perpetuo", reconoce con resignación Manuel Borrego, de 61 años. Este santanderino empezó a trabajar en la construcción cuando era un adolescente, hasta que hace cinco años se quedó sin empleo. "En ese momento no había dónde ir a pedir trabajo y sigue sin haberlo. Llevo toda la vida haciendo lo mismo y, a estas alturas, ¿a qué me voy a dedicar? Para otras cosas piden experiencia y yo no la tengo en ningún otro sector". Este padre de familia —tiene dos hijos, de 24 y 25 años, que trabajan a media jornada— cuenta que sus conocidos no pudieron emplearle porque ni a ellos les llegaban trabajos. Tampoco quería dedicarse a "hacer chapuzas", porque si le pillan, le sacan de la lista de parados. "Me llevé un disgusto, pero he estado ocupado con las tareas del hogar. Ahora soy amo de casa", afirma Borrego con optimismo. Su mujer, maestra de profesión, es quien tira de la familia. Por ella se mudaron de Santander a la localidad cántabra de Ajo, donde tiene su puesto de trabajo. Ahora, dice, está a la espera de la jubilación que le llegará en 2017. "Entonces todavía me quedaban siete u ocho años. Voy siempre puntual a firmar a la oficina de empleo aunque no cobre prestación, porque sino no me puedo jubilar". Borrego se muestra escéptico con el futuro de la generación de sus hijos: "Como no cambie esto, lo van a tener todavía más difícil que nosotros. No creo que lleguen ni a cotizar lo suficiente ni a cobrar una pensión".Pablo Hojas
Lucía San Román lleva a su pueblo natal en el apellido. Se marchó de la pequeña localidad cántabra de San Román —el último censo es de 400 habitantes— a los 19 años para estudiar Turismo en Gijón. Cuando acabó, las posibilidades de trabajo no se adaptaban a sus exigencias: "Sin un máster, solo podía optar a recepcionista de hotel, y eso tampoco estaba asegurado". Así que decidió probar suerte en Nottingham (Inglaterra), donde empezó a trabajar en un buffet de comida recogiendo platos cinco días después de su llegada. "Los máster de Turismo en España acotan mucho tu campo de trabajo, por eso estoy ahorrando para hacer uno en Inglaterra, pero no creo que me de tiempo a empezar en septiembre", relata San Román, de 24 años. En el restaurante en el que trabaja ya ha subido un peldaño en la escalera de responsabilidades; ahora ha empezado a tomar nota de las bebidas. "Cuando empecé a estudiar no imaginé que iba a acabar así. A veces me quedo pensando qué hago aquí fregando platos. Hice prácticas, pero en una empresa pública, y ahí no hay opción de quedarte cuando acaban. El resto, lo de siempre, sin experiencia no te quieren". A pesar de todo, San Román asegura que se siente afortunada porque, pase lo que pase, puede volver a casa con sus padres: "Otros ni pueden porque tienen situaciones familiares muy difíciles". Trabaja 30 horas semanales y gana 1.000 libras al mes —casi 1.300 euros— sueldo que, dice, está muy lejos de parecerse a uno español. "Aquí en Inglaterra el que no trabaja es porque no quiere, al menos de camareros. Hay muchísimos españoles; algunos vinieron para medio año y llevan dos, otros creen que ya han estado mucho tiempo y se quieren volver, y otros que realmente están a gusto. Creo que en España no se toman en serio las opiniones de la juventud, siguen con sus ideas antiguas y por eso estamos como estamos", relata.
Wilson Ruilova se convirtió el pasado año, muy a su pesar, en un símbolo de la lucha contra los desahucios. A finales de enero de 2015 le desalojaron de su casa junto a su esposa, Cecilia Paredes, y sus tres hijos, uno de ellos de un mes y medio. Vivían en un piso público en el distrito Villa de Vallecas de Madrid que fue vendido a un fondo buitre. Ha pasado algo más de un año y su situación ha mejorado, "pero no lo suficiente", recalca Ruilova, de 36 años. Paredes ha encontrado trabajo como auxiliar de geriatría; trabaja por las noches y su contrato es hasta fin de obra. Él sigue sin trabajo fijo, aunque a veces atiende peticiones de sus conocidos. La familia vive en un piso de alquiler social en el barrio de Orcasur (Usera) y pagan 160 euros al mes. Hasta que consiguieron la vivienda, casi cuatro meses después de que les expulsaran de Vallecas, atravesaron un calvario. Primero les realojaron en un motel "que parecía una película de zombis", afirma Ruilova. El ecuatoriano —aunque más de la mitad de su vida la ha pasado en España— recuerda cómo uno de los huéspedes, ante tanta expectación mediática, les sugirió que se marcharan "antes de que les pasara algo malo". Un amigo de la familia les acogió durante 20 días en su casa, hasta que la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) les ofreció un piso desocupado. "Me ayudaron muchísimo, les daré siempre las gracias", explica Ruilova. Cada año, la Comunidad de Madrid revisará su caso para saber si siguen cumpliendo las condiciones para beneficiarse de un alquiler social. "Hemos podido saldar todas las deudas que teníamos con amigos, pero hasta que yo no consiga un trabajo no podré decir que estamos bien", cuenta mientras juega con Dilan, el pequeño al que desahuciaron de su hogar con un mes y medio de vida. El mediano, Miguel, de ocho años, sigue escolarizado en el mismo colegio de Vallecas, aunque ahora no les quede tan cerca de casa: "Quiero que mis hijos estén al margen de esto. No le voy a cambiar porque aquí tiene a sus amigos y compañeros, aquí viene a entrenar a fútbol y baloncesto. Aunque nos cueste más esfuerzo y madrugar un poco más, pienso en él y en su integración". Ruilova asegura que él no se ha hecho famoso ni cobra por contar su caso a la prensa, "quiero que la gente se entere de lo que está pasando y que luchen. Nos han engañado. No hay nada peor que pensar que tenías un hogar y que de repente te lo quiten".Kike Para