El acento

Lo importante no son los premios, sino el espectáculo

Los galardones son especialmente eficaces cuando dan una nueva oportunidad a una película, cuando prima el lado comercial sobre el artístico

El actor Dani Rovira, presentador por segundo año consecutivo de la gala de los Premios GoyaPaco Campos (EFE)

Una vieja historia relata que, cuando un periodista deportivo le deseó a un entrenador que ganase el mejor, este respondió rotundo: “Espero que no”. Todos los premios son necesariamente injustos porque casi siempre dejan fuera a películas al menos tan importantes como las ganadoras. Galardones como los Goya, que se concedieron anoche, o los Oscar sirven para reconocer un filme o una interpretación, pero no hay que olvidar que, por encima de todo, son tremendas operaciones comerciales. No es que esto sea malo, más bien todo lo contrario: si hay algo que necesita el cine es arrastrar a grandes a...

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Una vieja historia relata que, cuando un periodista deportivo le deseó a un entrenador que ganase el mejor, este respondió rotundo: “Espero que no”. Todos los premios son necesariamente injustos porque casi siempre dejan fuera a películas al menos tan importantes como las ganadoras. Galardones como los Goya, que se concedieron anoche, o los Oscar sirven para reconocer un filme o una interpretación, pero no hay que olvidar que, por encima de todo, son tremendas operaciones comerciales. No es que esto sea malo, más bien todo lo contrario: si hay algo que necesita el cine es arrastrar a grandes audiencias a las salas. Aunque gane el mejor, cosa que ocurre bastante a menudo porque se trata de galardones que conceden los propios profesionales del sector, en el fondo da igual porque no están creados solo para medir el arte.

El viaje a ninguna parte, de Fernando Fernán-Gómez, es una obra maestra y una película inolvidable, pero eso no tiene nada que ver con el hecho de que fuese la primera ganadora de los Goya. Lo es porque es un filme maravillosamente escrito y rodado, con unos grandes actores, que refleja lo que fuimos, el país roto de los cómicos de la legua, pero también la capacidad que tienen los perdedores para inventarse otra vida. Mujeres al borde de un ataque de nervios nunca ganó el Oscar al mejor título de habla no inglesa. Se lo llevó otra gran película, Pelle el conquistador, de Billie August. Pero el filme de Pedro Almodóvar es igualmente inolvidable y forma parte no solo de la historia del cine, sino de la forma en que la sociedad española se contempla a sí misma, con o sin el reconocimiento de la Academia de Hollywood.

Este año es posible que Leonardo di Caprio se lleve por fin el Oscar al mejor actor por El renacido, la película de Alejandro González Iñárritu. Si vuelve a perder —es una de las grandes estrellas de Hollywood que nunca lo ha logrado— en el fondo nadie se acordará. Sigourney Weaver, Ed Harris, Harrison Ford, Albert Finney, Glen Close o Ralph Fiennes tampoco lo tienen, pero nos acordamos de sus películas y de sus personajes. John Wayne ganó el Oscar dos años antes de morir y por una de sus películas menos conocidas, Valor de ley. ¿Importa a estas alturas cuántos premios de la Academia ganaron El hombre tranquilo (dos) o El hombre que mató a Liberty Valance (solo estuvo nominado al mejor vestuario)? Son filmes que han cruzado la línea de la ficción, que forman parte de nuestros recuerdos.

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Estos galardones son especialmente eficaces cuando dan una nueva oportunidad a una película, cuando prima el lado comercial sobre el artístico. El caso más claro es Tesis, de Alejandro Amenábar. Seguramente sin el impulso que le dieron los premios, no hubiese logrado lanzar su carrera de una forma tan rotunda. La soledad, de Jaime Rosales, también consiguió un impacto en salas que nunca hubiese conseguido sin los premios de la Academia Española de Cine. Lo importante no son los premios, sino que continúe el espectáculo.

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