Valencia

Le va a costar a Valencia quitarse esa mala fama ganada a pulso en todos estos años de ambición y de codicia

Siempre tuve a Valencia por una tierra feliz, luminosa, olorosa a azahar y a naranjas, azul y rosa en su mar y verde en la ensoñación campesina de Sorolla o Blasco Ibáñez, tan valencianos y tan universales. En mi niñez, en las remotas aldeas de León, las naranjas de Valencia eran la imagen misma del paraíso y nos las traían como regalo los Reyes Magos junto con los juguetes y otros frutos secos.

Una noche, pasados ya los años, descubrí que aquel paraíso podía ser también el sitio más inquietante caminando junto a una amiga en la madrugada por una ciudad desierta que tenía miedo del mons...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Siempre tuve a Valencia por una tierra feliz, luminosa, olorosa a azahar y a naranjas, azul y rosa en su mar y verde en la ensoñación campesina de Sorolla o Blasco Ibáñez, tan valencianos y tan universales. En mi niñez, en las remotas aldeas de León, las naranjas de Valencia eran la imagen misma del paraíso y nos las traían como regalo los Reyes Magos junto con los juguetes y otros frutos secos.

Una noche, pasados ya los años, descubrí que aquel paraíso podía ser también el sitio más inquietante caminando junto a una amiga en la madrugada por una ciudad desierta que tenía miedo del monstruo que al parecer vagaba por ella y al que buscaba toda la policía: el asesino de tres chicas, que nunca apareció vivo ni muerto. Para entonces, yo ya sabía que Valencia no era ni mucho menos el paraíso y que en su luminosidad radiante y en sus feraces paisajes de costa o del interior había también claroscuros como en cualquier otra región de la tierra. Lo había ido descubriendo en mis visitas a ella, que en algún tiempo fueron frecuentes, y en la literatura de sus escritores, que, además de hablar de las playas y de los cielos y mares llenos de luz y de buganvillas, rememoraba también sangrientas historias de maquis, crímenes de campesinos o de pescadores, pasiones desenfrenadas en la profundidad de la huerta o en discotecas de carretera que abrían toda la noche y en las que las drogas iban y venían sin ley, ambiciones y odios alimentados por la especulación urbana y el ruido, que no han dejado de ir en aumento hasta terminar por contaminarlo todo. Hoy, Valencia, más que sinónimo del paraíso, de tierra pródiga y prodigiosa en la que el sol alumbra cada rincón inhabilitando a sus habitantes, como a Albert Camus, para el resentimiento, es sinónimo de putrefacción, de hedor a dinero negro y a voracidad hortera, de personajes siniestros y llenos de todos los vicios, de una política corrompida que tiene a la gente honrada por inocente y a los ladrones por ejemplares siempre y cuando no los detengan. Incluso después de su detención, pues continúan compareciendo ante el público con la cabeza alta y sin arrepentimiento.

Le va a costar a Valencia quitarse esa mala fama ganada a pulso en todos estos años de ambición y de codicia, aunque más les va a costar a sus habitantes recuperar aquellos paisajes que las postales traían a otros rincones de España del mismo modo en que las naranjas nos hacían imaginar a los niños de tierra adentro un lugar en el que la felicidad brillaba bajo un sol radiante y maravilloso.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Archivado En