Tribuna

Referendos de soberanía

Desde la primera consulta secesionista realizada en 1791 se han convocado en el mundo más de 600

En 1791 los delegados municipales del Condado Venaissin, un territorio aledaño de Aviñón que se hallaba bajo soberanía papal, se reunieron en la iglesia de Bédarrides y votaron la incorporación de su territorio a Francia. Desde ese primer plebiscito se han celebrado en el mundo muchos referendos de soberanía. En las compilaciones comúnmente aceptadas (Laponce, Qvortrup) había registrados unos 200; según los cálculos más recientes de Micha German y Fernando Mendez son casi 600. Para estos autores, un referéndum de soberanía es cualquier referéndum que implique una redistribuciónde dere...

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En 1791 los delegados municipales del Condado Venaissin, un territorio aledaño de Aviñón que se hallaba bajo soberanía papal, se reunieron en la iglesia de Bédarrides y votaron la incorporación de su territorio a Francia. Desde ese primer plebiscito se han celebrado en el mundo muchos referendos de soberanía. En las compilaciones comúnmente aceptadas (Laponce, Qvortrup) había registrados unos 200; según los cálculos más recientes de Micha German y Fernando Mendez son casi 600. Para estos autores, un referéndum de soberanía es cualquier referéndum que implique una redistribuciónde derechos de soberanía sobre un determinado territorio entre al menos dos centros territoriales. (Excluyen de su inventario “las elecciones a un órgano representativo, aunque el único propósito de ese órgano sea tomar decisiones en asuntos de soberanía”).

German y Mendez señalan la importancia creciente de la técnica del referéndum en el siglo XX y lo que llevamos del XXI. No es casual que las tres últimas incorporaciones al sistema internacional —Timor Este, Montenegro y Sudán del Sur— se hayan decidido por esa vía. (Aunque no haya obtenido reconocimiento internacional, la reciente anexión de Crimea a la Federación Rusa también tuvo su referéndum). Y todo indica que la primera secesión más probable en el universo de las democracias desarrolladas —Escocia— también utilizará esa técnica.

Todas estas consideraciones nos llevan a juzgar las perspectivas de un referéndum de soberanía en Cataluña. El soberanismo catalán sigue manteniendo la tesis de que las elecciones autonómicas del 27-S fueron un referéndum de soberanía que dio un mandato democrático para la secesión; en el fondo, sabe que no salieron las cuentas. El 9 de enero, horas antes de conocerse la operación Puigdemont, un prestigioso diario procesista catalán reconocía en su editorial que “la extraordinaria mayoría independentista del 27-S no es suficiente”. Al día siguiente, con Puigdemont a punto de investidura, un intelectual tan orgánico como Francesc-Marc Álvaro reconocía en La Vanguardia que, más allá del nuevo giro en el guion, “un 48% es una cifra muy importante pero insuficiente para saltar la pared”.

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Mientras la división y la incertidumbre sobre la independencia persisten, una circunstancia se mantiene inalterable: la adhesión mayoritaria de los catalanes a la posibilidad de decidir sobre su estatus político

Uno de los argumentos principales contra el proceso soberanista en Cataluña es que la independencia divide a la sociedad catalana. Nada más cierto. Pero no deberíamos olvidar que la unión con España también divide a la sociedad catalana. En los próximos meses habrá que ver si la aceleración del proceso pactada por Junts pel Sí y la CUP tiene el efecto de sumar más adhesiones a la causa soberanista (como esperan sus promotores) o tiene el efecto contrario (como se entrevió en las elecciones del 20-D, cuyos resultados llevaron a Salvador Cardús, otro intelectual orgánico, a pedir en balde un “golpe de timón” en la estrategia independentista para que deje de sobredimensionar “la fuerza real del soberanismo”).

Mientras la división y la incertidumbre sobre la independencia persisten, una circunstancia se mantiene inalterable: la adhesión mayoritaria de los catalanes a la posibilidad de decidir sobre su estatus político. Los resultados de las legislativas del 20-D en Cataluña son cristalinos: los partidos que promueven o aceptarían un referéndum de soberanía obtuvieron 29 de los 47 diputados en juego (el 56% de los votos, bastante más que la mayoría absoluta). Si el PSC retomara su compromiso de 2012 (“promover las reformas necesarias para que los ciudadanos y las ciudadanas de Cataluña puedan ejercer su derecho a decidir a través de un referéndum o consulta acordado en el marco de la legalidad”), nos iríamos a 37 diputados y el 72% de los votos.

En el debate de su investidura, Carles Puigdemont tuvo un rifirrafe con Lluís Rabell, portavoz de Catalunya Sí que es Pot, sobre qué era más quimérico, proclamar la independencia o celebrar un referéndum. Con el insalvable obstáculo constitucional, pero sobre todo con el apoyo todavía “insuficiente” de la población, la independencia se antoja difícil. La celebración de un referéndum consultivo, en cambio, es una posibilidad prevista por la Constitución que se puede pactar en una tarde (Cameron y Salmond no tardaron mucho más). En un artículo más bien escéptico sobre la bondad de los referendos en sociedades divididas, el experto Gary Sussman termina con una frase que nuestras élites políticas deberían valorar: a pesar de que los referendos son inherentemente “confrontacionales” y difícilmente crean consenso allí donde no existe, hay circunstancias en las que una decisión es mejor que ninguna decisión.

Albert Branchadell es profesor de la Facultad de Traducción e Interpretación de la UAB.

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