Columna

La guerra de las galaxias

Los nuevos nacionalistas han empezado a vendernos el mágico ungüento de Bosch i Gimpera

En verano de 1977 Ludolfo Paramio y yo liamos a Fernando Claudín para ir a ver La Guerra de las galaxias, recién estrenada, en un cine de la calle de Fuencarral, perfectamente situado al lado de una freiduría que daba suculentos bocadillos de calamares que rezumaban aceite más que sospechoso sobre quien les metiera el diente. Paramio y yo estábamos eufóricos, encantados con la película, mientras Fernando mantenía un gesto serio que nos alarmó a aquellos dos jóvenes, airados militantes izquierdistas. A Fernando todavía le admirábamos más de lo que le queríamos y nos atrevimos a preguntarle el p...

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En verano de 1977 Ludolfo Paramio y yo liamos a Fernando Claudín para ir a ver La Guerra de las galaxias, recién estrenada, en un cine de la calle de Fuencarral, perfectamente situado al lado de una freiduría que daba suculentos bocadillos de calamares que rezumaban aceite más que sospechoso sobre quien les metiera el diente. Paramio y yo estábamos eufóricos, encantados con la película, mientras Fernando mantenía un gesto serio que nos alarmó a aquellos dos jóvenes, airados militantes izquierdistas. A Fernando todavía le admirábamos más de lo que le queríamos y nos atrevimos a preguntarle el porqué de su adusta expresión. No lo dudó mucho: la ceremonia final le recordaba demasiado a las reuniones de celebración del Comité Central del Partido Comunista soviético.

Ya no pudimos ver el resto de las películas de la saga sin ninguna prevención. Paramio y yo quedamos expulsados del limbo inocente de la ciencia política para siempre.

Hace pocos días reviví también la memoria de otro político de la Transición, Pasqual Maragall, que, junto con un historiador que le asesoraba, intentó enrolarnos a Fernando Jaúregui y a mí en un proyecto detrás del cual se encontraba además el presidente Zapatero. Se trataba de escribir una nueva historia de España, “inventar” en suma un relato nuevo que sirviera para poner de acuerdo las múltiples versiones de la historia de nuestro país y, por tanto, poner de acuerdo a los españoles de cualquier procedencia.

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En su propuesta, que huelga decir que no fue aceptada, había una intención bondadosa, pero también una envenenada: los dos periodistas teníamos que aceptar que la idea de España que se tenía en Madrid era una antigualla esencialista propia del siglo XIX.

Ahora Maragall revive en los nuevos nacionalistas, por mucho que algunos de ellos sean coetáneos de Claudín y Maragall. Y han empezado, nunca han parado, a vendernos el mágico ungüento de Bosch i Gimpera, que en 1937, en plena Guerra Civil, abandonó desolado el despacho de Manuel Azaña, que no consideró oportuno el momento de discutir semejante cosa.

Azaña, después de la reunión, dijo lapidariamente: “Lo mejor de los políticos catalanes es no verles”.

Yo creo que hay una cosa peor: sus asesores históricos.

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