Fuimos buenos los que luchamos contra el mal

Cada nuevo aniversario del final del nazismo se convierte en una oportunidad para desentenderse de las complicaciones del presente y recuperar los signos de la buena conciencia

Hace setenta años se rindió la Alemania nazi y comenzó a acabarse la pesadilla. La destrucción fue en todas partes de tal envergadura que Primo Levi, que había conseguido sobrevivir a Auschwitz, tuvo delante de las ruinas de Viena “una fuerte y amenazadora sensación de que en todas partes estaba presente una maldad irreparable y definitiva”. Estos días se ha celebrado en diferentes lugares el hundimiento del abominable proyecto de Hitler y, como ocurre tantas veces con los fastos que recuerdan hechos históricos, la simplicidad de la consigna propagandística ha ocultado el inacabable sufrimient...

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Hace setenta años se rindió la Alemania nazi y comenzó a acabarse la pesadilla. La destrucción fue en todas partes de tal envergadura que Primo Levi, que había conseguido sobrevivir a Auschwitz, tuvo delante de las ruinas de Viena “una fuerte y amenazadora sensación de que en todas partes estaba presente una maldad irreparable y definitiva”. Estos días se ha celebrado en diferentes lugares el hundimiento del abominable proyecto de Hitler y, como ocurre tantas veces con los fastos que recuerdan hechos históricos, la simplicidad de la consigna propagandística ha ocultado el inacabable sufrimiento de cuantos vivieron aquellos desoladores días.

La Rusia de Putin ha hecho una impresionante exhibición de poderío militar para festejar la entrada triunfal del Ejército Rojo en Berlín. Los polacos, en cambio, han celebrado el final de todo aquello en los astilleros de Gdansk. Moscú ha querido recuperar así la heroica lucha antifascista como la gran herencia de Stalin, con lo que ha vuelto a correr un tupido velo sobre los horrores del Gulag y las estrategias del terror. Elegir Gdansk, donde empezó con el sindicato Solidaridad a gestarse la contestación al régimen comunista en los años ochenta, ha sido una manera de decir que las consecuencias de aquella remota guerra no terminaron realmente hasta que se hundió el imperio soviético. La urgencia de las batallas políticas actuales, con la anexión de Crimea y la crisis de Ucrania como telón de fondo, ha ocupado el primer plano. Y la enorme complejidad de la terrible época que empezó al terminar lo peor con la caída de Hitler se borra de cuajo: robos, violaciones, hambre, asesinatos, desplazamientos de poblaciones enteras, de nuevo campos de concentración, continuidad en las matanzas de judíos.

El pasado deja de ser ese inabarcable territorio que debe seguir explorándose para acercarse a la verdad y se convierte, una vez más, en el sitio del que arrancar las señas indelebles de una supuesta identidad colectiva, ya sea la de los grandes antifascistas, ya sea la de los sufridos resistentes. Cada nuevo aniversario del final del nazismo se convierte así en una formidable oportunidad para desentenderse de las complicaciones del presente mientras se recuperan los impolutos signos de la buena conciencia. Fuimos buenos cuantos combatimos contra el mal.

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Pero no todo fue tan sencillo. En Continente salvaje, el libro donde reconstruye la Europa de después de la II Guerra Mundial, Keith Lowe recoge el comentario de un periodista sobre aquellos días: “En realidad estábamos siendo testigos del hundimiento moral de un pueblo. Ya no tenían orgullo ni dignidad. La lucha animal por la existencia lo dominaba todo. Comida. Era lo único que importaba”. Da igual a qué pueblo concreto se refiera. El horror del nazismo había terminado, y empezaba entonces la reconstrucción de una Europa devastada, atravesada por una cicatriz que la dejó dividida en dos.

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