Columna

El intruso

El padre de una de las alumnas del taller de escritura solicita asistir a una de las clases para decidir si lo que paga guarda alguna relación con lo que allí se enseña

El padre de una de las alumnas del taller de escritura solicita asistir a una de las clases para decidir si lo que paga guarda alguna relación con lo que allí se enseña. Recurro al viejo truco de explicarle que a lo que nos dedicamos es a desenseñar, pero él insiste en que le gustaría conocer la calidad de lo desenseñado por si decidiera desmatricular a “la niña”. Lo comento con los alumnos y dan su conformidad para que le dejemos asistir de oyente a una de las clases, que empieza casualmente con la lectura de un ejercicio sobre el “intruso” que rompe el idilio entre el escritor y su texto. El...

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El padre de una de las alumnas del taller de escritura solicita asistir a una de las clases para decidir si lo que paga guarda alguna relación con lo que allí se enseña. Recurro al viejo truco de explicarle que a lo que nos dedicamos es a desenseñar, pero él insiste en que le gustaría conocer la calidad de lo desenseñado por si decidiera desmatricular a “la niña”. Lo comento con los alumnos y dan su conformidad para que le dejemos asistir de oyente a una de las clases, que empieza casualmente con la lectura de un ejercicio sobre el “intruso” que rompe el idilio entre el escritor y su texto. El intruso no es necesariamente una persona física, sino una instancia psíquica a la que siempre le parece una mierda lo que acabamos de escribir. Hablando en términos freudianos, sería el “tercero”: aquel que quiebra la unión masiva entre el bebé y la madre. Sin la existencia del intruso, el autor se diluiría en su escritura en una suerte de relación edípica que conduce a la muerte de la escritura y del autor.

Nuestro intruso, que se ha colocado en la última fila, solicita intervenir cuando se abre el turno de palabras. Pero no se lo permitimos porque es un mero oyente. Mientras hablamos sobre la necesidad de tomar distancia respecto de la propia escritura, para juzgarla como si fuera de otro, él se agita con desesperación. Y cuando su hija pide la palabra, abandona airadamente el aula, como si tuviera miedo de lo que pudiera decir. De lo que pudiera decir, suponemos, de él. Finalmente, la chica, en vez de hablar, se echa a llorar y con su llanto damos por finalizada la clase. Salgo el primero porque tengo prisa, y al llegar a la calle veo al padre de la alumna dentro de un coche, esperándola, como un detective privado.

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