Columna

Verdugos

Así, mientras espero -¿dos años, cuatro?- me pregunto: ¿quién decidirá, cuando llegue el momento, si debo seguir vivo?

Digamos que tuve mala suerte. Que nací en el lugar equivocado, que contraje la enfermedad equivocada. Digamos que me llamo Mayra o Pablo, que vivo en Quito, en Lima, que tengo hepatitis C, un virus que puede llevarme a la cirrosis o al cáncer de hígado. Digamos que un día de 2014 se conoce la noticia de un tratamiento revolucionario: una píldora —sofosbuvir, simeprevir— que asegura una tasa de cura del 95% y que cuesta, en Europa, 43.000 euros. Aquí, donde vivo —Buenos Aires, Asunción—, no se consigue. Ni siquiera es tema de debate. Porque, aunque 9 de los 170 millones de personas infectadas c...

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Digamos que tuve mala suerte. Que nací en el lugar equivocado, que contraje la enfermedad equivocada. Digamos que me llamo Mayra o Pablo, que vivo en Quito, en Lima, que tengo hepatitis C, un virus que puede llevarme a la cirrosis o al cáncer de hígado. Digamos que un día de 2014 se conoce la noticia de un tratamiento revolucionario: una píldora —sofosbuvir, simeprevir— que asegura una tasa de cura del 95% y que cuesta, en Europa, 43.000 euros. Aquí, donde vivo —Buenos Aires, Asunción—, no se consigue. Ni siquiera es tema de debate. Porque, aunque 9 de los 170 millones de personas infectadas con este virus vivimos en América Latina y en el Caribe, aquí —en Montevideo, en La Paz— la hepatitis C no forma parte de la agenda oficial: no existe. Desde que la Comisión Europea aprobó la droga el año que pasó, los españoles afectados marcharon reclamando el medicamento, gritando “asesinos” a quienes les negaban el derecho a seguir vivos. Gracias a eso, a que ciudadanos enfermos obligaron a quienes debían protegerlos a hacer lo que tenían que hacer, la semana pasada el Gobierno español aprobó el tratamiento para casi (un “casi” que resulta insoportable) todos los infectados, incluso los más leves. Antes, para acceder a él había que esperar que la enfermedad alcanzara un estado severo: para curarse era necesario estar peor. Yo —Alicia, Roberto— en Managua, en San José, hago cuentas. ¿Cuánto me queda? ¿Dos años, cuatro? Existe un tratamiento eficaz para curar una enfermedad que mata. Pero el peaje para llegar a él resulta inalcanzable. Así, mientras espero —¿dos años, cuatro?— me pregunto: ¿quién decidirá, cuando llegue el momento, si debo seguir vivo? ¿Quién, de todos los que deberían cuidarme (mi presidente, mis senadores, mi seguro médico), será, cuando llegue el momento, mi verdugo?

 

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