Opinión

El árbol caído

El político ha de estar preparado para no convertir la ciudad en catetada; el ciudadano para impedírselo

¡Eh, que me puedo equivocar! Dicho esto, opino que en nuestro país somos perezosos para el activismo ciudadano. El activismo ciudadano no consiste sólo en salir a la calle con las manos en los bolsillos a mostrar tu desacuerdo, el activismo ciudadano exige esfuerzo, información, y en algunos casos, profesionalidad. Sabemos de ciudades europeas o americanas en las que los activistas han tirado por tierra el proyecto de un arquitecto estrella. ¿Lo han logrado arguyendo simplemente que no les gustaba? No, si han podido tumbar una decisión municipal es porque contaban con profesionales que estudia...

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¡Eh, que me puedo equivocar! Dicho esto, opino que en nuestro país somos perezosos para el activismo ciudadano. El activismo ciudadano no consiste sólo en salir a la calle con las manos en los bolsillos a mostrar tu desacuerdo, el activismo ciudadano exige esfuerzo, información, y en algunos casos, profesionalidad. Sabemos de ciudades europeas o americanas en las que los activistas han tirado por tierra el proyecto de un arquitecto estrella. ¿Lo han logrado arguyendo simplemente que no les gustaba? No, si han podido tumbar una decisión municipal es porque contaban con profesionales que estudiaban la propuesta y elaboraban un ensayo en contra de una intervención que afectaría a todos los ciudadanos. Hasta para estar en contra necesitamos más preparación. Ando rumiando esto mientras paseo por el finalmente terminado Mercado de Barceló. Ha sido una obra de años, que afectaba a varias calles situadas en el corazón de Madrid. El resultado ya está a la vista. Aunque es tan confuso que mientras escribo este artículo me cuesta recordarlo.

Paseo por el interior del mercado el mismo día en que Ana Botella renuncia a presentarse a las elecciones municipales. Ha entendido el mensaje lanzado por los árboles en lo que ha parecido una versión a la madrileña de El incidente de Night Shyamalan. Hasta la naturaleza se le ha rebelado a la señora alcaldesa. Pero lejos de mí la intención de hacer leña del árbol caído: el ambicioso proyecto del mercado de Barceló es anterior a la alcaldesa, aunque la inauguración le haya correspondido a ella y, al fin y al cabo, no hay nada que le guste más a un político que cortar la cinta. Recordemos que hace unos años no se podía criticar un proyecto de renovación urbana sin ser castigado con la ira de aquellos profesionales que consideraban que sólo tenían derecho a expresar su opinión los individuos que se personaran con el título de arquitectura en la boca. Pero es ahí donde voy: para paralizar un proyecto en el que un Ayuntamiento tiene tantos intereses sólo cabe una oposición ilustrada, que se enfrente al poder con armas intelectualmente poderosas.

Se celebra con alboroto la marcha de Botella, pero los otros partidos aún no han ofrecido opciones brillantes
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Lo que yo advierto cuando paseo por este mercado es de sentido común. En vez de considerar que existen razones de peso para que los mercados tengan una forma más o menos circular a fin de que los clientes pudieran mirotearlo todo antes de decidirse, en esta ocasión la vieja plaza ha sido transformada en un laberinto donde los puestos están clasificados por los productos que venden, de tal forma, que cuando eliges a un pollero para comprarte un pollo, estás siendo observado por el resto de polleros. Muy mal. El cliente tiene que poder elegir sin sentirse presionado. Está en el manual de psicología básica de cualquiera hijo de vecino que haga la compra: que no te vea un panadero la barra de pan que compraste en otra panadería. Se compra sin ofender.

Por alguna razón, esos mercados remodelados, ajenos a su configuración tradicional, y de apariencia fría, pierden bulla, la bulla de la gente que es lo que anima a la compra, el apelotonamiento de puestos y gentío que alegra las mañanas de mercado, porque los mercados tienen que ser alegres y prácticos, vividos, un poco mareantes, bulliciosos. Para colmo, al salir del laberinto una se encuentra, cómo no, con una plaza dura. Este empeño en diseñar plazas duras tiene que encerrar una razón que mi entendimiento no alcanza. La plaza dura vivió su momento de gloria en los 90, pero dadas las críticas que cosechó parecía que empezaba a considerarse una opción en declive. Es habitual que para paliar el mal ya hecho se hayan colocado luego en estos espacios pelones unos horrendas macetas con unos arbolillos que, ay, por más que se empeñen no tienen grandeza para dar sombra. Contra toda esperanza, las plazas duras siguen proliferando, tal vez para recordarnos, sobre todo en ciudades como Madrid, que somos animales mesetarios. Y que nos jodan.

¿Se podría haber hecho algo para que esta obra que ha recortado varias calles durante años hubiera tenido un final más feliz, más de acuerdo con los intereses de los usuarios? Pienso que se podría romper esta inercia del encogimiento cabreado de hombros si a los ciudadanos que queremos intervenir contra los disparates que se cometen con tan irritante frecuencia nos ayudaran arquitectos insurrectos, urbanistas y diseñadores imaginativos que ofrecieran sus saberes para cargarnos de razones y de carpetas a la hora de llamar a las puertas de las concejalías de urbanismo. Si el político ha de estar preparado para no convertir la ciudad en una catetada; el ciudadano también, para tratar de impedírselo. Esta semana se celebró con tremendo optimismo que esa Botella (hoy medio vacía) no se vaya a presentar a las próximas elecciones. No sé a qué viene tanto alboroto cuando los otros partidos todavía no se han puesto las pilas para ofrecernos opciones brillantes, porque Madrid es de todos: es la ciudad a la que se emigra, en la que uno se manifiesta, la ciudad que se alimenta de mil acentos y de las patrias chicas que habitan en el corazón de cada uno de sus habitantes. Nos merecemos mucho más. Limpieza y brillo. De animar el cotarro ya nos encargamos nosotros. Eso siempre se nos ha dado bastante bien. 

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