Columna

Equivocada

Este es mi momento feliz: esta ciudad y este tremendo cielo

“¿Cuál es tu momento feliz?”, preguntaba mi padre. “No sé”, decía yo. “Hay que tener un momento feliz”, decía mi padre, “para cuando la infelicidad sea mucha”.

Ustedes no pueden saber cómo era aquello. Éramos varios. Íbamos a fiestas de tres días y amanecíamos a la luz de las fogatas, calentándonos los dedos con la brasa del último cigarro. Entrábamos como un viento oscuro a sitios que se llamaban Nave Jungla o Bajo Tierra, y nos abarrotábamos en sótanos en los que tocaban nuestras bandas favoritas, y cantábamos a gritos canciones que drenaban el hielo negro que guardaba nuestro corazón...

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“¿Cuál es tu momento feliz?”, preguntaba mi padre. “No sé”, decía yo. “Hay que tener un momento feliz”, decía mi padre, “para cuando la infelicidad sea mucha”.

Ustedes no pueden saber cómo era aquello. Éramos varios. Íbamos a fiestas de tres días y amanecíamos a la luz de las fogatas, calentándonos los dedos con la brasa del último cigarro. Entrábamos como un viento oscuro a sitios que se llamaban Nave Jungla o Bajo Tierra, y nos abarrotábamos en sótanos en los que tocaban nuestras bandas favoritas, y cantábamos a gritos canciones que drenaban el hielo negro que guardaba nuestro corazón. Yo vivía en un departamento con una planta de jazmines y a veces, cuando me asomaba al balcón, pensaba: “Este es mi momento feliz: esta ciudad y este tremendo cielo”. Entonces, hace unos días, estuve en mi pueblo natal y, en la televisión, vi cantar a Ricardo Mollo. Mollo es argentino, tiene una de esas voces raras, un magma de emoción salvaje y crudo. Esa noche cantaba algo que me costó identificar. “Corazón de pluma, para qué pierdes el tiempo”, decía la canción. “De andar y andar buscando verdades para encontrar siempre otra pregunta”. Y yo me preguntaba: “¿Qué es eso, que conozco tanto?”. Mollo cantaba como un iluminado, como un hombre único y solo. Y entonces me vi. En esa misma casa, a los diez años, acomodando jazmines sobre la mesa, caminando descalza sobre el piso de madera, el calor, la luz, la hora de la siesta. Y Serrat, en el tocadiscos, cantando esa canción mientras mi madre lavaba la ropa. El olor del jabón y de las flores. La casa navegando como un barco hacia el verano. Y yo, en medio de todo, feliz de una manera perfecta y peligrosa. Con la única clase de felicidad que iba a salvarme. Con la clase de felicidad que iba a matarme cuando me faltara.

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