Opinión

Amor y secesión

La afirmación de Cataluña, por mucho que se quiera disfrazar el asunto para darle amabilidad, pasa por la negación de España

Bueno, hasta aquí hemos llegado. El debate parlamentario sobre la concesión de la convocatoria de un referéndum sobre el derecho a decidir al Parlamento catalán ha pasado el trámite como se suponía: con un no rotundo amparado en muchas razones, pero sobre todo en una, que es la legalidad. Es cierto, y no hay ningún constitucionalista que se lo plantee de otra manera: el sujeto de la soberanía es el pueblo español en su conjunto, mientras no se cambie la Constitución. Hasta aquí hemos llegado, pero el problema sigue sin resolverse.

De forma cruda, los nacionalistas catalanes han consegui...

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Bueno, hasta aquí hemos llegado. El debate parlamentario sobre la concesión de la convocatoria de un referéndum sobre el derecho a decidir al Parlamento catalán ha pasado el trámite como se suponía: con un no rotundo amparado en muchas razones, pero sobre todo en una, que es la legalidad. Es cierto, y no hay ningún constitucionalista que se lo plantee de otra manera: el sujeto de la soberanía es el pueblo español en su conjunto, mientras no se cambie la Constitución. Hasta aquí hemos llegado, pero el problema sigue sin resolverse.

De forma cruda, los nacionalistas catalanes han conseguido crear en su territorio una corriente de opinión, aparentemente mayoritaria, que tiene un carácter secesionista del resto de España. Puede haber más o menos matices, pero las cosas van por ahí. Mentar España en Cataluña en muchos ambientes es parecido a mentar la bicha. Los aficionados al fútbol van con La Roja, para no tener que decir la palabra maldita. Y si alguien es de Coria del Río suele decir que se siente también de allí, pero le cuesta decir en público que se siente español.

Mentar a España en Cataluña en muchos ambientes es parecido a mentar la bicha
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Porque el secesionismo, incluso fórmulas menos extremas del nacionalismo, se expresa a través del rechazo, de la confrontación. La afirmación de Cataluña, por mucho que se quiera disfrazar el asunto para dotarle de amabilidad, pasa por la negación de España. Y para negarla es inevitable recalcar sus aspectos negativos, castrantes y dominadores. No es por la reclamación del cariño como se podrá domar al desbocado potro del nacionalismo catalán. A ningún nacionalista le interesa ese cariño. Todo lo más pueden tomar sus manifestaciones como muestras de debilidad, de que están ganando la batalla en el doloroso divorcio que se pretende.

España nos roba es una frase que no surge de la calentura, sino de la fría busca de una consigna que revuelve tripas y aflora frustraciones. La solución al asunto no pasa por la exaltación de lo común en el terreno de la afectividad. Al Catalonia is not Spain del Camp Nou no se le puede contrarrestar con un España os quiere desde el Bernabéu. Y el cerrilismo de Alfred Bosch no puede atemperarse traduciendo sus novelas al castellano. Queda la confrontación a la medida que demanden los más brutos, como en 1934 cuando Macià midió mal sus fuerzas. O queda la única solución sensata, que tiene que basarse en un pacto de conveniencia que, eso sí, respete de manera escrupulosa la legalidad y evite malentendidos, como por ejemplo el de que hay que respetar el inexistente derecho de autodeterminación.

Josep Antoni Duran Lleida propone que haya en la Constitución un reconocimiento explícito del carácter especial de Cataluña; Alfredo Pérez Rubalcaba, una arquitectura federal que aún ha de encarnarse en una propuesta, aunque va ganando en credibilidad; Miguel Herrero de Miñón sugiere un pacto de Estado que blinde competencias. Sobre la mesa hay muchas opciones. Todas exigen que los nacionalistas tasquen el freno y contengan su lenguaje insultante.

Y con suerte podremos querer a quien nos dé la gana dentro de una Europa de ciudadanos.

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