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Opinión

La política educativa y el desprecio por la evidencia

Ignorar el conocimiento científico en educación es caro en términos de equidad y eficacia. Adoptarlo no limita la democracia, sino que la fortalece

En el debate educativo suelen destacar las posiciones arraigadas en la nostalgia. Nostalgia por una escuela de antaño que se suponía mejor agente de socialización y mejor en la transmisión del conocimiento. Se idealiza con facilidad un pasado que solo funcionó para unos pocos. ...

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En el debate educativo suelen destacar las posiciones arraigadas en la nostalgia. Nostalgia por una escuela de antaño que se suponía mejor agente de socialización y mejor en la transmisión del conocimiento. Se idealiza con facilidad un pasado que solo funcionó para unos pocos. Aquella escuela no era mejor: era más selectiva (e incluso más represiva). Quienes hoy la reivindican suelen haber sido sus beneficiarios, más por origen familiar que por méritos propios. La memoria selectiva incurre así en un sesgo peligroso: recordar únicamente lo que fue positivo para algunos genera la ilusión de una escuela idealizada, ignorando las barreras que excluían a buena parte del alumnado.

En esa nostalgia participan activamente los profetas del “currículum perdido”, convencidos de que la educación se ha extraviado por culpa de metodologías “blandas” o de un exceso de innovación. Según este relato, la escuela habría dejado de enseñar el conocimiento “de verdad”, relegando a un segundo plano las asignaturas tradicionales y un modelo de transmisión del saber unidireccional. Sin embargo, los datos del informe TALIS muestran que una mayoría abrumadora de los centros escolares en España utilizan metodologías tradicionales en el aula. El contraste entre el diagnóstico alarmista y la realidad es revelador y sitúa el registro del debate en las percepciones más que en los hechos.

Esta nostalgia suele acompañarse, paradójicamente, del desprecio sistemático por la evidencia. En casi ningún otro ámbito de las políticas públicas se desconfía tanto del conocimiento experto como en educación. La idea de que solo puede opinar quien está en el aula, o de que la experiencia práctica basta por sí sola, se ha convertido en un lugar común. Pero la práctica y la investigación educativas no son opuestas: son dimensiones complementarias del mismo esfuerzo por comprender y mejorar el sistema educativo. Sin investigación no hay perspectiva, y sin perspectiva la experiencia se agota en lo inmediato.

La fuerza de la combinación de nostalgia y el desprecio por la evidencia suelen condicionar más de lo que sería deseable las decisiones de política educativa, que demasiado a menudo tiende a orientarse más por la presión de los sectores con voz que por el análisis de resultados. La gestión de la gobernabilidad lleva a contentar a determinados grupos de interés con capacidad de condicionar el ritmo y el sentido de políticas y reformas. Sin embargo, el interés público no siempre coincide con el de los grupos organizados, y los sectores que más dependen del desarrollo de una buena política educativa —el alumnado con dificultades de aprendizaje o procedente de contextos sociales desfavorecidos— son precisamente quienes menos participan en el debate. Tómese como muestra de ello la apuesta por la jornada escolar continua, que responde claramente más a determinados intereses que a lo que aporta la investigación.

Por supuesto que en la producción de evidencia existen los grises. La investigación educativa, como la investigación social, está fuertemente condicionada por el contexto, y las metodologías de investigación no siempre permiten captar la causalidad con precisión. Es igualmente legítimo considerar que no toda la política educativa debe responder únicamente a la evidencia científica. La educación es también un ámbito de valores, de opciones ideológicas y de prioridades políticas legítimas: decidir qué enseñar, qué tipo de escuela queremos o cómo entendemos la igualdad son cuestiones que no se resuelven con datos. Pero ignorar la evidencia —o utilizarla solo cuando conviene— es una forma segura de perpetuar los errores. Las decisiones políticas pueden fundamentarse por supuesto en opciones políticas e ideológicas, pero hacerlo ignorando o tergiversando la evidencia aportada por la investigación revela falta de rigor e irresponsabilidad política. Es distinto tomar decisiones valorando criterios democráticos frente a ignorar sistemáticamente los resultados de la investigación: lo primero es legítimo, lo segundo es, cuanto menos, negligente.

La resistencia a la validez de la investigación en educación tiene raíces culturales profundas. En el imaginario colectivo, la educación es un terreno familiar: todos hemos ido a la escuela y todos nos sentimos autorizados a opinar. Esa experiencia compartida es valiosa, pero no suficiente para orientar políticas complejas. La educación es demasiado importante como para quedar atrapada entre la ideología y la experiencia inmediata. Requiere combinar la voz de quienes enseñan y aprenden con el saber de quienes analizan y evalúan. La tensión entre el saber cotidiano y la evidencia especializada es natural, pero solo puede resolverse mediante mecanismos que integren ambos terrenos: participación informada, evaluación rigurosa y transparencia en los resultados.

Escuchar a la comunidad educativa es indispensable. Pero escuchar solo a la comunidad educativa es insuficiente. Si aspiramos a una educación más justa y eficaz, debemos asumir que la evidencia no resta legitimidad democrática, sino que la refuerza. Porque las políticas basadas en conocimiento no sustituyen la deliberación: la hacen más informada. Integrar evidencia implica también evaluar sistemáticamente el impacto de las políticas, ajustar estrategias y rendir cuentas públicamente.

El reto de la política educativa no es menor: se enfrenta a tener que reconciliar las demandas de actores visibles con las necesidades de quienes no las pueden expresar, y combinar la experiencia práctica con el conocimiento científico. Ignorar la evidencia es caro en términos de equidad y eficacia; adoptarla no limita la democracia, sino que la fortalece, haciendo posible que la escuela cumpla su papel fundamental: ofrecer oportunidades reales de aprendizaje para todos, y no solo para unos pocos privilegiados.

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