Ir al contenido

Lloviendo piedras universitarias

Las universidades invitan a su profesorado asociado a participar en las evaluaciones docentes, bajo la promesa de mejorar la calidad. Evaluar, sí; retribuir, no.

En la universidad pública española no se hace lo que se puede, sino lo que se permite. No es el saber ni la capacidad lo que marca el límite, sino la posición que ocupas. La institución ha logrado convertir la jerarquía administrativa en destino intelectual. Las piedras que caen sobre unos pocos no son fruto del azar: las lanzan quienes ocupan los tejados.

Durante años, al profesorado asociado se le ha repetido hasta el cansancio que no puede investigar, que no puede participar en proyectos competitivos, que no puede aspirar a cobrar sexenios de investigación. Ni de transferencia, cuando son las figuras que la representan como enlace sociedad-universidad. Pero, sobre todo, que cobra menos porque “solo da clase”. Solo. Un solo que se ha usado como frontera salarial y simbólica. Pero cuando se trata de reconocer y cobrar los méritos docentes —los quinquenios—, ese “solo” se vuelve una negación. Las universidades invitan a su profesorado asociado a participar en las evaluaciones docentes, bajo la promesa de mejorar la calidad. Evaluar, sí; retribuir, no.

La paradoja ha terminado en los tribunales. La Sala de lo Social del Tribunal Supremo, en su sentencia 748/2025, ha confirmado lo que cualquier criterio de justicia laboral dicta y es que el profesorado universitario a tiempo parcial, temporal o asociado tiene derecho tanto a la evaluación como al cobro de los quinquenios docentes en los mismos términos que el resto del profesorado. Sin coeficientes de parcialidad. Sin excusas.

La sentencia, que ratifica una resolución anterior del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, declara firme que la igualdad ante el trabajo es un principio que debería haber estado en la base de la universidad pública. Detrás de cada quinquenio, hay una historia de cuerpos cansados, de correcciones nocturnas, de tutorías a contrarreloj, de vidas que orbitan alrededor de los calendarios académicos sin saber si el curso siguiente seguirán en el aula. Que un tribunal haya tenido que dictar lo obvio muestra hasta qué punto la desigualdad se ha institucionalizado en la universidad pública.

El problema no es solo jurídico, sino estructural. El problema no es solo económico, sino simbólico. Porque la negación del mérito docente al profesorado asociado es también una forma de negar su pertenencia. La universidad pública, que presume de ser espacio de pensamiento crítico, reproduce internamente un modelo de estratificación que decide qué puede hacer cada cual según su contrato. En esa lógica, las capacidades individuales valen menos que las categorías administrativas. Así, un profesor asociado puede impartir las mismas asignaturas, corregir los mismos trabajos y atender al mismo alumnado que su colega funcionario, pero su labor vale tres veces menos en la nómina y no genera ni un solo derecho futuro.

Lo perverso es que todo esto sucede mientras se ensalza la excelencia y se habla de calidad docente. Se evalúa la innovación, la actualización metodológica, la implicación con el alumnado. Se llenan los discursos de palabras como motivación o impacto social. Pero a más de la mitad del profesorado de grado —el asociado— se le niega la traducción material de ese reconocimiento.

Cada reconocimiento ganado en los tribunales no es una conquista corporativa,

En una carta reciente a la ministra de Ciencia, Innovación y Universidades Diana Morant y a la presidenta de la CRUE Eva Alcón, las asociaciones de profesorado asociado han exigido la aplicación inmediata de la sentencia y el fin de otras discriminaciones igualmente persistentes: la forma injusta en que se calcula la parcialidad, la imposibilidad de acceder a sexenios de investigación, la negación de cualquier horizonte de carrera académica. No se trata de privilegios, sino de derechos laborales básicos.

Cada reconocimiento ganado en los tribunales no es una conquista corporativa, sino un recordatorio de que la justicia, en la academia, todavía es un cuerpo extraño.

La sentencia del Supremo ha puesto un espejo incómodo frente a las universidades públicas españolas. Lo que refleja no es solo un incumplimiento legal, sino una incoherencia ética. Si las universidades predican igualdad, transparencia y mérito, deben aplicarlo dentro de sus propios claustros. No hacerlo es seguir lanzando piedras sobre quienes sostienen, con su docencia diaria, buena parte del sistema universitario. Quizás algún día deje de llover sobre los mismos cuerpos. Y entonces, por fin, la universidad pública podrá mirar hacia arriba sin miedo a que vuelva a caerle su propia justicia.

Más información

Archivado En