La buena educación es un cuidado a los demás
Los lazos emocionales que se edifican en el aula constituyen uno de los factores que determinan que esta se convierta en un lugar más o menos adecuado para aprender
El eco de la intervención de Meryl Streep en su discurso de los Premios Princesa de Asturias sigue retumbando en mis oídos: “cuando nacemos nos identificamos con los demás, sentimos empatía y una humanidad compartida porosa. Los bebés lloran sólo con ver las lágrimas de otra persona. Pero a medida que crecemos, nos ponemos a reprimir esos sentimientos y a suprimirlos para el resto de nuestras v...
El eco de la intervención de Meryl Streep en su discurso de los Premios Princesa de Asturias sigue retumbando en mis oídos: “cuando nacemos nos identificamos con los demás, sentimos empatía y una humanidad compartida porosa. Los bebés lloran sólo con ver las lágrimas de otra persona. Pero a medida que crecemos, nos ponemos a reprimir esos sentimientos y a suprimirlos para el resto de nuestras vidas; a suplantarlos a favor de la autoprotección o de una ideología, y a sospechar y desconfiar de los motivos de los demás”.
En “este triste momento de la historia”, como ella misma dijo en sus palabras, volvemos a acordarnos del papel de la escuela como institución cuidadora. Sobre hasta qué punto el sistema educativo puede hacer por los demás, por mejorar el mundo y convertirlo en más habitable. Sobre la disyuntiva pendular en la que se mueve la educación como cuna de aprendizajes o como espacio para cultivar cuidados, entendidos estos en un sentido amplio, universalista.
En la novela Tarzán de los monos (1912), del escritor estadounidense E. R. Burroughs, el simio Kala protege al pequeño niño Greystoke y lo cría como uno más de la manada, hasta que pudiera trepar y valerse por sí mismo: “las diminutas manos del niño se agarraban a la larga pelambre negra que cubría el cuerpo de la mona. Kala no estaba dispuesta a correr ningún riesgo”. Cuando un docente enseña y el estudiante logra aprender, en cierto modo está actuando igual, sosteniendo a su alumnado en el inconmensurable viaje hacia el conocimiento.
La escuela contemporánea ofrece andamio sólido a algo que el ser humano ha hecho a lo largo de la historia: acompañar o cuidar, con el fin de otorgar a los demás una vida vivible, según dirían las filósofas Marina Garcés y Judith Butler. En la Antigua Roma, esclavas y libertas eran las encargadas de amamantar y cuidar a los bebés de la aristocracia. De ahí surgió el término “nodriza”, que proviene de la voz latina nutrix: mujer que cuida de una criatura ajena. Los vínculos afectivos que se generan en el ejercicio de los cuidados vienen de ahí en nuestra cultura, y se parecen a las relaciones que se establecen entre una maestra y su clase. Quien defienda a capa y espada que la función del profesor es sólo enseñar su disciplina no es consciente de los lazos emocionales que se edifican en el aula, que es precisamente lo que hace que esta se convierta en un lugar más o menos adecuado para aprender, entre otros condicionantes.
El óleo Adiós a la nodriza, pintado por Etienne Aubry en el siglo XVIII, nos muestra la imagen de la despedida de un niño que es entregado por la cuidadora a sus padres. En el cuadro, el pequeño mira a esa mujer y, a través de sus ojos, desprende ese sentimiento de apego y protección que, en cierto modo, proyecta la infancia en la figura de ciertos docentes desde pronto: ellos y ellas se proporcionan el uno al otro esa genuina relación de cuidado, en el sentido originario del término, propio del entendimiento de una visión humanista de la escuela: “cuidar” como verbo de acción y estado a la vez, de la voz latina cogitāre, que en su significado primitivo significaba “pensar”.
Hace unos meses tuve la suerte de dialogar sobre estos temas en un encuentro en la Institución Libre de Enseñanza con la filósofa Victoria Camps. Recuerdo que abordamos planteamientos tan interesantes como, por ejemplo, si era posible crear un espacio para el aprendizaje y el prodesse et delectare en un ambiente de descuido, de desprotección. Las ideas de esta pensadora acerca de esta nueva forma de moral humana democrática, recogidas en gran parte en Tiempo de cuidados (2021), me llevaron a pensar en ese replanteamiento de la ética como “forma de responder a las necesidades de los demás que nos interpelan desde su fragilidad”, si citamos el propio libro. Pero, ¿cuida el Estado a sus docentes cuando desfallecen? ¿Cuidan las administraciones públicas las instalaciones de los centros escolares donde conviven unas comunidades educativas cada vez más complejas y diversas?
Actualmente en España más de un 30% de la población infantil y juvenil está en riesgo de pobreza o exclusión social. El aprendizaje que estos obtienen en los centros escolares debiera ser su tabla de salvación, pero en ocasiones se convierte en lo contrario: una odisea iniciática que se asemeja más al periplo de infortunios de Eneas hacia la Lazio que a un camino hacia la plenitud. Y estos alumnos vulnerables no están esculpidos a semejanza del héroe que inmortalizó Virgilio.
El aprendizaje, en sí mismo, es cuidado, cultivo interior y exterior a la vez; fortalecimiento de una idea que Nuccio Ordine, también premiado en la reciente edición del Princesa de Asturias, retomó en su ensayo Los hombres no son islas (2022), a partir de un pensamiento del poeta John Donne: “todo el mundo es un pedazo del continente, una parte del océano”. Aprendizaje es también reconocimiento de las limitaciones y fracasos de la escuela, en otros tiempos y en este, un homenaje a los que no llegaron, a los que se quedan atrás. En ellos, partes fragmentadas del continente educativo también, está nuestro pensamiento, nuestro cuidado.
Y, en esa continua relectura de lo que hacemos, de nuestro tiempo y otros (evaluar, al fin y al cabo, es repensar), la buena educación es siempre, más que una buena enseñanza, un buen cuidado a los demás. Un meditar sobre lo que representa la figura del docente actual, en su devaluado desarrollo profesional, en el éxodo laboral del que desea aterrizar tiza en mano en las aulas, pero también del que quiere irse para no volver. Porque “éxodo”, palabra que en sus raíces viajó del indoeuropeo al latín, es salida, escape, abertura o puerta. Lo que une a los que sobreviven en el no retorno migrante que llega en pateras, a los habitantes del pueblo palestino que huyen o mueren bajo bombardeos y a los que tienen la suerte de despertarse cada mañana para ir a ese lugar afortunado, aún vivible, llamado escuela: el refugio de la buena educación donde aprendemos a cuidarnos y a cuidar a los demás.
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