El Rector no tiene quien le cite (y otros cuentos saudíes)
Los investigadores, especialmente los más jóvenes, están sometidos a la dictadura de ránquines y revistas depredadoras en un entorno institucional enfermo
En el origen fue aquello de publish or perish, algo así como “publica o perecerás”. A pesar de que suene como un ultimátum, se trataba más de una cuestión de prestigio que de una amenaza real para los académicos, ese colectivo al que le pagan por pensar. Publicar los resultados de la investigación científica es tanto una obligación como un placer para el académico. Además, esas publicaciones en las que se refleja el avance del conocimiento pueden considerarse un bien público (y de hecho suelen tener, en todo o en parte, dinero del contribuyente como financiación). Publicar, para los aca...
En el origen fue aquello de publish or perish, algo así como “publica o perecerás”. A pesar de que suene como un ultimátum, se trataba más de una cuestión de prestigio que de una amenaza real para los académicos, ese colectivo al que le pagan por pensar. Publicar los resultados de la investigación científica es tanto una obligación como un placer para el académico. Además, esas publicaciones en las que se refleja el avance del conocimiento pueden considerarse un bien público (y de hecho suelen tener, en todo o en parte, dinero del contribuyente como financiación). Publicar, para los académicos, es como grabar discos para los músicos: aspiración, obligación y hasta cuestión de identidad profesional.
Con el crecimiento de los sistemas de educación superior, y con el aumento de la financiación para la investigación científica en los campus universitarios, llegaron los ránquines de universidades, de centros de investigación y de investigadores individuales. La cuestión ya no era simplemente publicar sino hacerlo en las revistas más prestigiosas, las indexadas. La clave del prestigio académico dejó de ser la publicación per se, y pasó a ser la exclusividad del medio donde se publica. Agencias internacionales, muy parecidas en su modus operandi a las que califican la calidad de la deuda de Estados y de empresas, se erigieron en jueces globales de qué contaba como publicación de “impacto” y qué se quedaba en la categoría de subproducto académico. El ser o no ser de dicha condición lo dirime la evaluación independiente por pares (el famoso doble ciego) y la unidad de medida que separa el trigo de la paja es la cita. Es una métrica de lo más democrático y transparente: citas recibidas por cada artículo que publicas; es decir, una variante de los likes de las redes sociales elevada a materia prima de asignación de prestigio (y luego de salario y de presupuesto para seguir investigando) en los grandes templos del saber y en la sociedad global del conocimiento.
Como en tantas otras profesiones en las que el público cuenta, aunque sea muy selecto, para los académicos empezaron a contar los datos de audiencia. Te tienen que citar, porque es la medida objetiva de tu influencia y, por tanto, de la calidad de tu trabajo. Además, a ser posible, te tienen que citar dentro de los dos años posteriores a la publicación, porque es cuando más cuentan esos likes para tu ranquin como investigador, para el de tu universidad y para el de la revista en la que publicas. El adagio original se ha complicado pues hasta más o menos lo siguiente: “Publica mucho, publica donde importa, consigue que te citen muchos y que te citen en las revistas que importan, o perecerás”.
Andando el tiempo, y habiendo dejado que todo este conjunto de nuevos incentivos fuera provocando sus efectos, tanto benignos como perversos, encontramos que existe una lista global de los científicos más citados (en general y en cada campo), y como una cosa lleva a la otra, los responsables de las emergentes universidades saudíes, entre otros, se dieron cuenta de que podían acelerar su camino hacia la cumbre del ranking de Shanghái a base de ofrecer dinero a los miembros de esa lista de elite para que declararan en el encabezamiento de sus publicaciones ser parte de la universidad saudí en cuestión. Como todo el mundo tiene un precio, varios de los afamados científicos de la lista se apuntaron a la academia saudí y se aprestaron a publicar todavía más artículos en revistas de prestigio sabiendo que cada artículo adicional llevaba premio añadido. Hemos sabido que algunas de estas estrellas rutilantes de la academia habitan entre nosotros en España y llegan a producir un artículo científico cada tres días. Pero el nuevo sistema no estaba preparado para incrementos de productividad de semejante tamaño. El proceso de evaluación por pares, la revisión del original por el autor para responder a las críticas de los evaluadores, la segunda evaluación, la edición y, por fin, la salida a la luz de los trabajos puede llevar muchos meses, a veces años, en las revistas de mayor calidad. También se le encontró remedio a este problema: créense nuevas revistas online en las que se cobre a los autores por publicar garantizándoles que su artículo aparecerá en cuestión de semanas; publíquense cientos o miles de artículos en cada número de la revista; con el dinero obtenido páguense artículos realmente buenos a autores reconocidos para acompañar a la morralla, de modo que la revista mantenga un alto número de citas y siga estando indexada.
El negocio es perfecto: todo el mundo gana. ¿Todo el mundo? No todo. En el caso de España, de entrada, pierde el contribuyente. Porque son muchas las universidades públicas en las que ese donativo obligatorio que hay que hacer a las revistas depredadoras ―así se han dado en llamar― sale de los presupuestos de los departamentos o de los proyectos de investigación, ambos financiados con fondos públicos. En otras palabras, los contribuyentes pagan las tarifas de unas revistas tramposas donde publican académicos oportunistas en lo que se parece cada vez más a un enorme fraude piramidal, a una burbuja que necesariamente tiene que estallar. Y pierde también todo el sistema nacional de investigación porque se malgasta parte del ya escaso presupuesto disponible y, sobre todo, porque estamos ante una suerte de capitalismo académico salvaje que nos lleva en la dirección equivocada.
En plena recesión democrática, estos cuentos saudíes tienen un coste enorme porque dan alas a quienes venden que los científicos y en general los expertos están comprados, no son independientes ni por tanto fiables, y resultan en definitiva prescindibles a la hora de contar con los resultados de su trabajo para informar las decisiones políticas que han de tomar quienes gobiernan. Cuando parece cada vez más claro que sólo con más fondos dedicados a la investigación se podrá hacer frente a los problemas cada vez más complejos que afronta nuestro mundo, nos encontramos con que los profesionales del conocimiento, especialmente los más jóvenes, están sometidos a la dictadura de ránquines y revistas depredadoras en un entorno institucional enfermo donde el Rector tiene quien le escriba, pero ya sólo le preocupa tener quien le cite.
Puedes seguir EL PAÍS EDUCACIÓN en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.