El final de la era pedagogista
Los profesores convivimos con el mundo real, no con la mística. La pedagogía buena es la que nos ayuda a acompañar al alumnado y a comprenderlo y hacerlo aprender
Agotados, como cada curso, profesoras y profesores acuden a los diversos cursos de formación cuya asistencia es poco menos que obligatoria. El titular de música se queja de que hace diez años que no realiza un curso que se centre sobre los conocimientos de su especialidad. La compañera de Sociales bromea sobre lo que está a punto de pasar: entrará un monitor con una pelotita de colores, nos “dinamizará”, y después nos harán hacer puzles, itinerarios y visionados diversos, cuyo contenido nos sabemos de memoria: hay que poner el alumno “en el centro”, hay que acercarse a él, todo lo hacíamos era...
Agotados, como cada curso, profesoras y profesores acuden a los diversos cursos de formación cuya asistencia es poco menos que obligatoria. El titular de música se queja de que hace diez años que no realiza un curso que se centre sobre los conocimientos de su especialidad. La compañera de Sociales bromea sobre lo que está a punto de pasar: entrará un monitor con una pelotita de colores, nos “dinamizará”, y después nos harán hacer puzles, itinerarios y visionados diversos, cuyo contenido nos sabemos de memoria: hay que poner el alumno “en el centro”, hay que acercarse a él, todo lo hacíamos era un disparate, somos no-muertos que no sabemos adaptarnos al “Gran Cambio”, al “Nuevo Paradigma”. Todo esto produce una gran somnolencia, un gran apetito de autonomía. Una pedagogía rígida, formularista, elefantiásica, una apariencia de unanimidad, los linchamientos de siempre (prohibido enseñar, prohibidos los contenidos, prohibido avergonzarse ante una dinámica humillante) atan de pies y manos al profesorado, y lo obligan a seguir sobreviviendo en un contexto que odia la ciencia y odia también la cultura humanística.
Parece que con tanta insistencia se nos esté olvidando para qué van alumnos y profesores a la escuela y al instituto. Los diseños psicologistas, terapeutistas o motivacionales nos han hecho abandonar el camino de la investigación, nos han hecho estancarnos en la desazón. Porque desazona escuchar los mismos tópicos cada día, la misma triunfante metateoría llena de metacódigos, en cuyo centro están los gurús y demás eruditos a la violeta, con su tremenda vanidad, y no nuestros alumnos, con sus problemas reales. Porque los profesores convivimos con el mundo real, no con la mística. La pedagogía buena es la que nos ayuda a acompañar al alumnado y a comprenderlo y hacerlo aprender. La mala es la que impera hoy: la que deprime por inaplicable, la que multiplica el esfuerzo burocrático, la que impone obstáculos pantallísticos y dogmas entre el divulgador y el alumno sobreprotegido e infantilizado, abriendo la puerta a toda clase de buitres, trileros y aprovechados.
Mentes flexibles en contacto, libre comunicación de inquietudes entre profesorado y alumnado: entre los cientos de milagros cotidianos de comunicación que se producen cada día en cualquier centro se colocan mil y una ordenanzas absurdas, obligaciones escolásticas, disposiciones abstrusas, pedagogías fracasadas, adornadas con mil lucecitas y ocurrencias, que se lleva el viento de las modas.
Es inevitable que el castillo de naipes caiga, y alguien tenga la bondad de fundar un centro libre de pedagogismos nefastos. Los ciegos dirán: “Se levantan los profesaurios, los carcamales, los de la vieja escuela”. No: se levantarán los profesores de la realidad, los profesores de la empatía y el sentido común. Quizás queden en minoría, pero señalarán la única esperanza posible. La que, como siempre, ha sido libre y humanista. La que no proviene de una entidad bancaria, sino de las mismas necesidades de la sociedad. Porque la vieja escuela es la novolátrica, la que lleva treinta años fracasando y entorpeciendo el futuro de nuestros jóvenes, recuperando sofisterías de un viejo baúl de hacia 1910, aderezado con puro y duro conductismo de 1950. Tardaremos décadas, quizás, en asistir al cambio. Pero en este “Nuevo Paradigma” achacoso y autoritario ya no cree realmente nadie, es una carcasa de ideología semirreligiosa, impuesta a golpe de decreto.
Aunque es posible, como ya ocurre en los países anglosajones, que alguien vuelva a los contenidos y al neohumanismo, en nuestro país, y aún no nos hayamos dado cuenta. Despertemos del sueño dogmático y démonos cuenta de que no perjudica a nadie, excepto a una minoría de ególatras, que los centros, sean de nuevo, academias. Con honradez y sin vergüenza, pero conscientes de todos los abusos ideológicos y errores que hemos venido aplicando sin éxito durante demasiados años. De momento seguimos enfangados en una algarabía abstrusa que perjudica al alumnado y nos deja sin futuro.
Siga EL PAÍS EDUCACIÓN en Twitter o Facebook
Apúntese a la Newsletter de Educación de EL PAÍS