Crecimiento, crisis y convergencia
Se necesitan políticas para limitar la intensidad y la duración de los periodos recesivos
Estudiar historia y mirar los mapas son dos buenos consejos para comprender mejor el mundo actual. En las últimas semanas la prensa especializada se ha hecho eco del mayor crecimiento económico de los países del sur de Europa frente a los vecinos del norte y ha sugerido que la razón de este sorprendente sorpasso y consecuente movimiento hacia la convergencia de renta —una ambición que está en abierto declive— se debía a su mejor posicionamiento geoestr...
Estudiar historia y mirar los mapas son dos buenos consejos para comprender mejor el mundo actual. En las últimas semanas la prensa especializada se ha hecho eco del mayor crecimiento económico de los países del sur de Europa frente a los vecinos del norte y ha sugerido que la razón de este sorprendente sorpasso y consecuente movimiento hacia la convergencia de renta —una ambición que está en abierto declive— se debía a su mejor posicionamiento geoestratégico y a su eficiente reciente gestión macroeconómica.
Sería bonito, pero no es necesariamente verdad. Los economistas a los que nos preocupan las tendencias de crecimiento a largo plazo sabemos desde hace tiempo que los países no solo se diferencian por las tasas de crecimiento que consiguen en sus ciclos expansivos, sino también por la frecuencia e intensidad de sus ciclos contractivos. Hay una creciente literatura económica que, tras analizar el crecimiento global posterior a 1950, concluye que la mejora de los niveles de vida de los países se debe más a la reducción de la frecuencia e intensidad de las recesiones que al aumento de las tasas de crecimiento, la cual, de hecho, tiende a declinar a medida que el país se desarrolla. Stephen Broadberry y John Wallis, tras analizar la experiencia de crecimiento de 141 países en el periodo 1950-2011, muestran que los países que tenían en el año 2000 más de 20.000 dólares de renta per capita tuvieron un crecimiento positivo del 3,85% durante 51 años, el 84% del periodo, y en los 11 años restantes tuvieron recesiones que en promedio fueron del 2,2%, lo que para el conjunto del periodo supuso perder un 0,4% de crecimiento. En el caso de los países entre los 10.000 y 20.000 dólares de renta, la frecuencia de las crisis fue del 20%, y su coste en términos de crecimiento perdido, un 0,9%, un diferencial que compensó íntegramente su crecimiento diferencial en las expansiones. El resultado neto fue que, como grupo, no hubo convergencia con los países más desarrollados. Los resultados son todavía más descorazonadores para los países entre los 5.000 y los 10.000 dólares de renta per capita.
El caso español corrobora la necesidad de prestar más atención a los costes de las recesiones. Entre 1980 y 2024, la economía española ha tenido siete años de crecimiento negativo —caídas del PIB del 3,1% en promedio— y 44 de crecimiento al 3%, una tasa bruta que nos ha situado a la cabeza de Europa y de las economías desarrolladas, tan solo superados por Singapur, Corea del Sur, Irlanda y Taiwán. Pero las crisis nos han costado un punto porcentual de aumento del PIB y, como consecuencia de ello, nuestra renta per capita está virtualmente estancada desde el año 2007. Liderando la tabla de costes de las recesiones nos acompañan Grecia y Portugal, mientras que los más resilientes son Taiwán, Francia y Dinamarca.
Una cosa son los números y otra las razones que explican este comportamiento. La teoría económica sugiere que si queremos entender esta evolución haríamos bien en mirar a cuatro causas cercanas: los cambios en el peso de los sectores de la economía y su productividad diferencial —porque en el largo plazo, todo el crecimiento siempre viene de la productividad—, la capacidad de incorporación de progreso tecnológico y capital humano al proceso productivo, la evolución demográfica y la calidad institucional. La capacidad efectiva de impactar en el corto plazo con políticas ad hoc de cualquiera de estos factores es moderada: todos ellos tienen una considerable inercia y para modificarlos son necesarios tanto un plan coherente como un compromiso creíble de que se van a adoptar reformas estructurales.
En el corto plazo, las expectativas dominarán probablemente al cambio efectivo y medible de las causas cercanas. Es un caso infrecuente en el que la confianza en los relatos —no las promesas en sí mismas, sino que las que se hagan sean creíbles— puede matar a los datos. Por eso puede resultar tan importante abandonar la épica de la “crisis superada” y comenzar a proponer políticas focalizadas en la mitigación de las debilidades para crecer no solo más durante más tiempo, sino también para limitar la frecuencia y la intensidad de las recesiones. Sin luchar contra los viejos molinos de viento del pasado, pero también sin olvidar que no es oro todo lo que hoy reluce.
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