Bosch ensaya en Chequia la pila de combustible
El mayor fabricante de componentes de automoción ve en el hidrógeno el futuro de la movilidad de gran tonelaje
Las entrañas de České Budějovice, uno de los mayores centros de investigación y desarrollo de la alemana Bosch en Europa, sintetizan a la perfección el cambio de los tiempos en la industria. La planta, levantada hace tres décadas para sacar partido de los menores costes de personal de la que, por aquel entonces Checoslovaquia, ha sido durante años un potente centro de producción de componentes para empresas automovilísticas:...
Las entrañas de České Budějovice, uno de los mayores centros de investigación y desarrollo de la alemana Bosch en Europa, sintetizan a la perfección el cambio de los tiempos en la industria. La planta, levantada hace tres décadas para sacar partido de los menores costes de personal de la que, por aquel entonces Checoslovaquia, ha sido durante años un potente centro de producción de componentes para empresas automovilísticas: muchos, muchísimos pedales del freno y tubos de escape de vehículos fabricados por gigantes germanos han salido de aquí. Hoy, con el sector de los coches sometido a un cambio sin precedentes y con el carpetazo al diésel y a la gasolina a la vuelta de la esquina, la planta checa pugna por su reconversión y, de paso, la de todo el grupo, el mayor fabricante de componentes del mundo.
Pese a los repetidos intentos de las grandes enseñas europeas —mucho más rezagadas en la electrificación que sus competidoras chinas y, sobre todo, que la estadounidense Tesla— por alargar los plazos, hay una realidad palmaria: el último automóvil de combustión se matriculará en Europa en 2035. O antes, incluso, si se atiende al cambio total de paradigma en Noruega o en China, o —dentro de la UE— en Países Bajos: el futuro de los coches está en las baterías —que necesitan muchísimos menos componentes que sus antecesoras de combustión interna—, mientras que el de los camiones y los autobuses probablemente descanse en una mezcla de eléctricos y pilas de hidrógeno, que permiten un mayor rango de desplazamiento y reducen los tiempos de carga aunque a costa de una menor eficiencia.
“Somos conscientes de que los coches serán mayoritariamente eléctricos, pero creemos que la pila de combustible, alimentada con hidrógeno verde, puede tener una gran presencia en vehículos de alto tonelaje que recorren distancias largas, como los camiones”, expone Alan Celić, responsable de la planta ubicada en el sur de Bohemia, que EL PAÍS ha visitado esta semana bajo invitación. Va un paso más allá: “La pila de hidrógeno es la mejor alternativa para que este tipo de vehículos dé el salto desde el diésel, porque evita el peso de las baterías y reduce el tiempo de recarga: los camioneros no pueden estar esperando a que se cargue al 100%; no es eficiente”.
La propia página web global de Bosch es estos días toda una declaración de intenciones: quien accede a su portal corporativo se encuentra un lema premonitorio a cinco columnas: “Hidrógeno: energía para el futuro”. Lo mismo ocurre en České Budějovice: los catalizadores o los tubos de escape abren paso ahora a dos letras y un número: H₂O. Todos sus esfuerzos se centran ahora en la molécula verde, llamada a desempeñar un papel clave en la transición energética: desde sistemas de purificación del agua de mar o de baja calidad para que puedan ser utilizadas en el proceso de generación de este gas hasta electrolizadores o pilas de combustible. Aunque la energía es la tercera rama de actividad de la empresa, tras la movilidad y los bienes de consumo, es la que más crece.
La elección de la República Checa por parte de Bosch no es ni mucho menos arbitraria. Su presencia aquí, un país de poco más de 10 millones de habitantes y enclavado en un privilegiado cruce de caminos en Europa Central, se remonta a los años veinte del siglo pasado. Interrumpida unos años por la Segunda Guerra Mundial, el gran acelerón se produce en los ochenta y noventa, cuando los bajos salarios y la calidad de su capital humano la convierten en destino prioritario de la inversión manufacturera alemana, sobre todo la automotriz. Eran los años —las décadas, más bien— en los que las multinacionales tenían el recorte de costes como única guía. Y los años, también, en los que tanto Eslovaquia como la República Checa se convirtieron en lo que son hoy: dos de los mayores fabricantes de automóviles de Europa y del mundo.
Brecha salarial
Ahí también se aprecia el cambio de los tiempos. Chequia mantiene esa posición de privilegio en la tabla mundial de productores —en gran medida, por Skoda, hoy filial de Volkswagen—, pero la brecha salarial respecto a los países más prósperos de Europa se ha acortado. “El personal es más caro y el mercado laboral checo está prácticamente vacío”, apunta Milan Šlachta, jefe de Bosch en República Checa y en Eslovaquia, en referencia a la bajísima tasa de paro (poco más del 2%, la más baja de la UE) y a la pelea, cada vez mayor, entre empresas por los mejores perfiles. Ambos factores, junto con la automatización y la mucha menor necesidad de componentes para los coches eléctricos, achicarán el tamaño productivo de esta planta en la que, sin embargo, no dejan de ganar peso otros perfiles, más técnicos.
Ya no es la mano de obra barata lo que se busca en České Budějovice, a medio camino entre Viena y Praga y más cerca de la frontera con el país vecino que de la propia capital checa. En el color de los cuellos de los empleados de esta planta híbrida —en la que conviven fabricación e I+D— gana hoy el blanco al azul. Por goleada: siete de cada diez empleados son titulados superiores. En ese grupo, el dominio de los ingenieros es abrumador, una legión de 800 personas, de los que uno de cada tres trabaja en proyectos vinculados con las energías verdes. Es la mejor prueba de que, pronto, el diésel y la gasolina quedarán atrás: el futuro está reservado para la electricidad y la pila de hidrógeno.
Una empresa atípica
Bosch no es una compañía al uso. Con más de 420.000 empleados en todo el mundo, casi 86.000 de ellos dedicados a investigación y desarrollo, es el único transatlántico alemán que no solo no cotiza en Bolsa, sino que tiene una amplísima mayoría en su capital (el 92%) en manos de una fundación sin ánimo de lucro (la Robert Bosch Stiftung GmbH) por expreso deseo de su fundador, quien da nombre a ambas. El año pasado, Bosch ganó más de 1.800 millones, frente a los 2.500 del anterior, y repartió 162 y 143 millones en dividendos en 2022 y 2021, respectivamente. De ese dinero, gran parte fue a parar a proyectos de salud y de educación.
Si una firma encarna los valores —y los clichés— de la industria germana, es esta: nada de concesiones, alharacas o costes redundantes. También en České Budějovice, en el sur de Bohemia, donde a ese cóctel añade un punto adicional de secretismo: los pocos visitantes que pasan cada año por sus instalaciones lo hacen con las cámaras de sus teléfonos móviles tapadas con una llamativa pegatina roja para evitar que puedan fotografiar los prototipos en los que trabajan sus ingenieros. La razón de tanta seguridad radica en el I+D (al que dedica más de 7.000 millones al año) y en las patentes: la compañía registra casi una decena de ellas cada día en todo el mundo.
Sigue toda la información de Economía y Negocios en Facebook y X, o en nuestra newsletter semanal