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Lo que Díaz y los sindicatos no aprendieron de la semana de cuatro días

Las 37,5 horas sacrificaron el horizonte de los cuatro días por una propuesta menos atractiva, simpática, pero que no movilizaba. Por eso, algunos se han podido permitir el lujo de rechazarla ante la opinión pública

La propuesta del Gobierno para reducir la jornada laboral ordinaria en España a 37,5 horas semanales ha descarrilado en su primer trámite parlamentario. Las dudas empresariales, cristalizadas a través de la posición ...

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La propuesta del Gobierno para reducir la jornada laboral ordinaria en España a 37,5 horas semanales ha descarrilado en su primer trámite parlamentario. Las dudas empresariales, cristalizadas a través de la posición de Junts, han impedido que salga adelante una medida que genera un consenso social incuestionable. De hecho, Junts ha tenido que matizar que su rechazo no es al fondo de la medida, sino a las formas concretas de esta ley. Incluso Alberto Núñez Feijóo sostuvo que el PP estaba abierto a estudiar medidas de reducción del tiempo de trabajo si se mantenía la productividad. Así pues, ¿cómo es posible esta falta de acuerdo ante una propuesta que todo el mundo reconoce como potencialmente buena?

La respuesta creo que debemos buscarla en los orígenes del debate actual sobre la reducción de la jornada laboral en España. A principios de 2019, el entonces responsable de empleo del Gobierno Valenciano, Enric Nomdedéu de Compromís, anunció su intención de impulsar un programa de ayudas para las empresas que redujeran su jornada laboral a cuatro días o 32 horas semanales. La propuesta se inspiraba en el debate que estaba teniendo lugar en el mundo anglosajón, impulsado por empresarios y activistas que veían la reducción de la jornada laboral como una oportunidad para enfrentar algunos de sus problemas más inmediatos como mejorar la productividad o luchar contra el cambio climático.

Poco después, Más País recogió la idea y la situó como una de sus medidas estrella, llegando a formular varias iniciativas parlamentarias para que el Gobierno llevara a cabo un proyecto piloto. La propuesta no cayó nada bien en el Ministerio de Trabajo. Yolanda Díaz la calificó como una propuesta rígida y que no suponía una mejora significativa para la mayoría de las personas trabajadoras. También cogió con el pie cambiado a los sindicatos, que veían con preocupación una idea que no encajaba plenamente en sus argumentarios y que aparecía liderada por partidos políticos y empresas.

A pesar de estas dudas iniciales, el debate sobre la jornada de cuatro días se acabó asentando en España, incluso con mayor fuerza que en otros países de nuestro entorno como el Reino Unido o Portugal. La propuesta conectó de una manera evidente con las preocupaciones del momento postpandemia: salud mental, conciliación, medio ambiente, etc. Así pues, Díaz y los sindicatos tuvieron que mover ficha y, a marchas forzadas, armaron una propuesta alternativa basada en la reducción legislativa de la jornada laboral a 37,5 horas.

Hay al menos dos grandes diferencias en la forma en que se plantearon estas dos propuestas. Mientras que la idea de la semana de cuatro días abrazaba un planteamiento incremental, basado en la evidencia y en la voluntariedad, la propuesta de las 37,5 horas adoptaba un enfoque clásico, a la francesa, y optaba por una implementación legislativa relativamente rápida. Por otro lado, el marco discursivo era sustancialmente distinto. La semana de cuatro días era una idea simple, incluso provocativa, sobre la que sus defensores se esmeraban en destacar los potenciales beneficios económicos. Mientras tanto, las 37,5 horas volvieron a poner el foco en cuestiones redistributivas y de justicia social.

Dicho de otra forma, los impulsores de la semana de cuatro días asumían que había que construir un consenso que no existía, y que este se podía construir a través de la persuasión y de la generación de evidencia favorable. En cambio, Díaz y los sindicatos creyeron que las 37,5 horas suponían un avance tan modesto que era posible implementarlo de manera inmediata aprovechando el viento de cola. No hacía falta convencer, no hacía falta evidencia empírica, no hacía falta sustanciar el argumento económico; lo fiaron todo a una supuesta movilización social que nunca llegó y a la capacidad negociadora del Gobierno.

Se equivocaron. Nadie se iba a movilizar por un avance tan modesto y que no afectaba a una buena parte de las personas trabajadoras en España. Con esto no quiero decir que la aprobación de la medida no fuera importante. Lo era y hubiera situado a España a la vanguardia de la reducción del tiempo de trabajo en Europa. Aun así, las 37,5 horas sacrificaron el horizonte de los cuatro días por una propuesta menos atractiva, simpática, pero que no movilizaba ni construía consensos. Por eso, algunos se han podido permitir el lujo de rechazarla ante la opinión pública.

Ahora toca volver a picar piedra y recordar que no estamos en 1919, ni tan siquiera en la Francia de los 2000; muchas cosas han cambiado y los parámetros de la discusión sobre el tiempo de trabajo son absolutamente distintos. El debate sobre la semana de cuatro días demostró que otra forma de avanzar hacia la reducción de la jornada laboral era posible. Tal vez no sea un mal momento para tomar nota y aprender de ello.

Joan Sanchis i Muñoz es profesor asociado de Economía Aplicada en la Universitat de València y autor del libro Cuatro días (Barlin Libros)

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