Las salinas milenarias de Cádiz piden paso
Iniciativas privadas intentan rescatar del abandono parte de las 5.000 hectáreas de marismas abandonadas con la ayuda de un proyecto europeo
El color ámbar del atardecer dibuja una bucólica postal del paisaje dispar de marismas salpicadas de grúas y fábricas de la bahía de Cádiz. La ensoñación dura lo justo, el tiempo de caer en la cuenta de los nombres ocultos tras ese skyline industrial dulcificado por el sol: Tabacalera, los astilleros de Navantia, Delphi, Alestis, Airbus; todas empresas amenazadas —si no ajusticiadas, directamente— por el fantasma de la deslocalización de la economía global capitalista. “Pero 15 o 20 salinas con sus familias no son deslocalizables. Por eso esto es tan ilusionante”, contrapone Juan Martín...
El color ámbar del atardecer dibuja una bucólica postal del paisaje dispar de marismas salpicadas de grúas y fábricas de la bahía de Cádiz. La ensoñación dura lo justo, el tiempo de caer en la cuenta de los nombres ocultos tras ese skyline industrial dulcificado por el sol: Tabacalera, los astilleros de Navantia, Delphi, Alestis, Airbus; todas empresas amenazadas —si no ajusticiadas, directamente— por el fantasma de la deslocalización de la economía global capitalista. “Pero 15 o 20 salinas con sus familias no son deslocalizables. Por eso esto es tan ilusionante”, contrapone Juan Martín, presidente de la ONG Salarte. El experto reflexiona y otea el horizonte con sus prismáticos desde Marambay, una antigua infraestructura salinera de 4,5 hectáreas recién restaurada por una iniciativa privada. El proyecto, apoyado con fondos europeos, llena de esperanza a una Bahía en la que languidecen 5.000 hectáreas más de salinas que, durante milenios, fueron origen de riqueza y trabajo.
Hubo un tiempo en el que, de tan evidente y esencial, no hacía falta explicarle a un gaditano cómo se cosechaba la sal. Veía los saleros —enormes montañas de sal, en el argot de la profesión— apostadas a los lados de las carreteras o en los puertos a la espera de ser embarcados con destino a medio mundo y, probablemente, no tenía que escarbar mucho en su entorno para encontrar a alguien que viviese de ello. “Era un negocio pingüe”, resume Martín. Tanto que los primeros indicios de explotaciones salineras en Cádiz hunden sus raíces en la cultura fenicia (700 a.C.). Y otro tiempo, el presente, en el que subsisten a duras penas 1.200 hectáreas en activo —entre artesanales e industriales— y en el que, apenas en dos generaciones, “los gaditanos han perdido la memoria y vinculación con las salinas”, como reconoce Macarena Castro, profesora de la Universidad de Cádiz y coordinadora en España del proyecto MedArtSal, una iniciativa internacional con fondos europeos para recuperar estas explotaciones artesanales del Mediterráneo. De la prosperidad milenaria al olvido actual, apenas han pasado 70 años, el tiempo que hace que se popularizó el frigorífico, invento clave para la conservación de los alimentos.
Un total de 12.000 euros por un terreno rústico de 4,5 hectáreas bañado por el mar —parte privado, parte concesión administrativa—, con un molino de mareas del siglo XVIII y en pleno parque natural. La oferta por la salina Preciosa y Roqueta puede parecer atractiva en una ciudad, Cádiz, tan colmatada de edificaciones que era prácticamente el único suelo de esta calificación que salía a la venta en años. Pero ni el Ayuntamiento la quiso. La acabó comprando, hace tres años, el ingeniero industrial Héctor Bouzo con la idea de escalar una iniciativa empresarial de microalgas que estaba desarrollando en un vivero empresarial cercano. De aquello nació Marambay, un proyecto a medio camino entre la hostelería, el ocio en la naturaleza y la acuicultura que ya ha echado a andar con una primera fase en la que el empresario ha conseguido rehabilitar 5.000 metros cuadrados de la zona donde se encuentra la antigua casa salinera.
Aunque Bouzo sabía dónde se metía cuando se lanzó, su narración del camino de espinos atravesado da buena cuenta de por qué ni el Consistorio de Cádiz quiso el terreno. “Solo en desescombrar me gasté el doble”, avanza el ingeniero, que prefiere no acordarse de cuánto lleva ya gastado. Pero lo peor fue el trance burocrático. “Como las salinas son concesiones administrativas, limitadas a actividades primarias y en parque natural [la mayoría están protegidas] es difícil encontrar actividades compatibles. Ningún banco te da créditos para hacer nada. Mi terreno estaba declarado rústico improductivo y ni quisieron tasármelo”, rememora el empresario, que sacó adelante su proyecto financiándolo con otras vías de negocio en ingeniería. A eso sumó una larga lista de difíciles trabas administrativas, desde actividades no permitidas —como el alojamiento rural o la guardería para mascotas que le han rechazado—, hasta la escasa ayuda de las administraciones. “Este proyecto tiene una parte romántica, pero espero sacarle rentabilidad, el problema es que sería más fácil si hubiese colaboración público-privada. No hablo de dinero, solo de no poner trabas”, reflexiona Bouzo.
Macarena Castro y Juan Martín escuchan al empresario con una mezcla de comprensión y admiración. “Su caso o el de Ángel León [el chef ha rehabilitado un molino de mareas en El Puerto para ubicar su restaurante] son el ejemplo de que es posible. Tienen un efecto tractor para otras iniciativas”, tercia el segundo. Aunque ambos saben que el punto de partida es tan complejo como endémico a todo el Mediterráneo. En las costas de este mar hay más de 170 áreas salineras en declive, de las cuales 90 todavía están en funcionamiento, según apunta el programa europeo MedArtSal. De ahí que surgiese esta iniciativa internacional a finales de 2019, con la idea de invertir 3,2 millones de euros (un 90%, procedente de fondos europeos) para rescatar hasta 34 iniciativas salineras en España, Italia, Túnez y Líbano que recibirán hasta 480.000 euros en forma de ayudas directas a iniciativas emprendedoras.
Los 60.000 euros que ha recibido España —los países en vías de desarrollo son los que más financiación han recibido— se distribuirán en cuatro salinas, tres en Cádiz y una en Murcia. Las salinas San Vicente de San Fernando —de 1725, la más longeva en activo de la zona— destinará su parte de la ayuda a adecuar el entorno para actividades turísticas. La salina Santa María de Jesús, en Chiclana, pretende emplear recursos naturales para crear una línea de cosméticos. Bouzo ya trabaja en poner en marcha un sistema de cultivo al aire libre de microalgas por medio de raceways, unos canales abiertos con agua en movimiento que recuerdan, en menor escala, al recorrido de una salina. “Nuestro objetivo es dar el salto de la actividad primaria a la mesa”, apunta el empresario. A eso, en Marambay sumarán actividades de despesque (un arte tradicional de pesca) de pescado de estero en otoño y actividades tan diversas como crear piscinas de agua salada o zonas de entrenamiento para deportistas de triatlón.
Nadie sabe vaticinar qué hubiese sido de la salina Preciosa y Roqueta si Bouza no se hubiese embarcado en esa arriesgada compra. Antes de que la Ley de Costas de 1988 blindase todo el entorno marítimo, hubo iniciativas empresariales que especularon con colmatar todos esos laberintos de agua, sal y tierra en megapromociones urbanísticas. “Yo compré el terreno a la sociedad Construcciones y Promociones de Viviendas Bahía de Cádiz, S.A., ¿está claro no?”, ironiza Bouzo. Ahora, los actores implicados en el rescate de las salinas gaditanas solo piden que la economía azul deje de ser solo una quimera inalcanzable para ellas. “Este es uno de los pocos ejemplos en los que la actividad del hombre es positiva en la naturaleza”, apunta Castro bajo el cielo salpicado de aves que siguen acudiendo a anidar o alimentarse a las seis salinas artesanales en activo que sobreviven en la bahía. La cifra queda lejos de las 150 que llegó a haber en tiempos de pujanza. Pero Juan Martín no pierde la esperanza: “El hombre tiene que volver a la salina”.