Madrid: capitalidad por absorción
La capital copa la inversión industrial y empresarial por su fiscalidad, pero también por el histórico centralismo de la Administración
Madrid incrementa su competencia fiscal —estimulante o agresiva o desleal; al gusto— con las otras comunidades autónomas. Datos del Panorama para 2021 sobre los impuestos cedidos lo confirman.
En el impuesto sobre el patrimonio, su diferencia de recaudación con el año anterior (2017) fue cero (mantiene la exención total); mientras las demás la aumentaron (o se vieron impelidas a subirla) un 6,36%.
Y en sucesiones/donaciones,...
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Madrid incrementa su competencia fiscal —estimulante o agresiva o desleal; al gusto— con las otras comunidades autónomas. Datos del Panorama para 2021 sobre los impuestos cedidos lo confirman.
En el impuesto sobre el patrimonio, su diferencia de recaudación con el año anterior (2017) fue cero (mantiene la exención total); mientras las demás la aumentaron (o se vieron impelidas a subirla) un 6,36%.
Y en sucesiones/donaciones, la redujo un 8,8%; por solo un -1,29% de la media: una verdadera “competencia territorial a la baja”, describe el Panorama. Y sugiere “reflexionar” sobre “el mantenimiento o no” de estos impuestos: mientras las izquierdas propugnan su armonización de minimis —horquillas de mínimos/máximos— y las derechas, su supresión.
Esos datos alimentarán el debate sobre la reforma de la fiscalidad y la financiación autonómica, al subrayar el sesgo objetivo de semiparaíso fiscal de la región capitalina. Es decir, de su capacidad de atracción de capitales (y de sus portadores) por vía impositiva, artificiosa, regulatoria.
Conviene racionalizar el fenómeno, no exagerarlo. Pues se retroalimenta de tendencias artificiales inversas: la expulsión de empresas por inseguridad jurídico-política, como la causada por el procés catalán.
Ello no supone obviar su gravedad. Llueve sobre mojado. Esa competencia fiscal se une a procesos de más largo aliento histórico. Que alimentan la conversión del Madrid-distrito en poder económico sustentado en la centralidad política. Su corrección autonómica es relativa y zigzagueante.
El centralismo político impulsó la concentración de poder económico, y a la inversa. Competencia y globalización reclamaban tamaño; y este, músculo.
El Instituto Nacional de Industria mantuvo una dispersión geográfica fabril, pero puso en una mano todo el poder de decisión. Monopolios como Campsa, Telefónica o Tabacalera, y otras públicas, como Iberia, al ser del todo privatizadas —Gobierno Aznar— reinventaron la industria y el sector servicios en Madrid. Y hasta procuraron la toma del legendario poder bancario vasco (Bilbao y Vizcaya) a manos de la ex pública Argentaria.
La drástica concentración bancaria —220 entidades en 1936; 18 en 2021— centralizó también el poder en las filiales. Y es que el grueso de las industrias dependía de la banca. Un signo: de los siete grandes al albor de la transición, tres eran periféricos (Bilbao, Vizcaya, Santander); el Central, un consorcio de ocho casas dispersas; el Hispano/Urquijo fue creado por vascos y el Popular hablaba catalán (Millet, Valls Taberner, Termes). Solo Banesto era puro madrileño. Hoy es al revés. Y la crisis de las cajas, la mitad del sistema financiero —rematada con Rajoy y Guindos— engordó la capitalidad vía absorciones.
La terciarización ha dado relevancia a la proximidad con los organismos reguladores/supervisores. Todos (salvo el de Telecomunicaciones, que efímeramente se asentó en Barcelona, bajo el tándem Maragall-Zapatero) están en el kilómetro cero. Y apenas surgen lógicas compensatorias.