Opinión

Nostalgia en economía

Las reglas monetarias y fiscales estrictas no sirven en momentos de ‘shock’ o de cambios estructurales drásticos

Tomás Ondarra

En el siglo XVIII se puso de moda una tendencia curiosa: los aristócratas construían castillos medio derruidos para así crear un pasado artificial. La nostalgia del pasado, de aquellos tiempos mejores, ha sido un fenómeno común desde tiempo inmemorial, y tiene una fundamentación neurológica: los recuerdos de la adolescencia y del principio de la edad adulta son los más persistentes, y marcan, a veces de manera decisiva, el comportamiento futuro. Al igual que los deportistas visualizan jugadas y movimientos para poder desarrollarlos con más fluidez y rapidez en la competición —la visualización ...

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En el siglo XVIII se puso de moda una tendencia curiosa: los aristócratas construían castillos medio derruidos para así crear un pasado artificial. La nostalgia del pasado, de aquellos tiempos mejores, ha sido un fenómeno común desde tiempo inmemorial, y tiene una fundamentación neurológica: los recuerdos de la adolescencia y del principio de la edad adulta son los más persistentes, y marcan, a veces de manera decisiva, el comportamiento futuro. Al igual que los deportistas visualizan jugadas y movimientos para poder desarrollarlos con más fluidez y rapidez en la competición —la visualización genera modificaciones neuronales similares a la práctica de los movimientos—, la nostalgia del pasado añora el confort de lo conocido, del contexto ya “visualizado”.

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En economía suceden fenómenos similares. Las generaciones de economistas que se formaron en las últimas décadas del siglo XX se educaron en el contexto de la inflación de los años setenta y las crisis de deuda latinoamericanas de los años ochenta. Las teorías monetaristas, los objetivos de inflación, la independencia de los bancos centrales, el riesgo de dominio fiscal de la política monetaria, las espirales precios-salarios, la inconsistencia temporal de las decisiones, la crítica de Lucas, los modelos de sostenibilidad y de reestructuración de la deuda…, casi toda la investigación macroeconómica que se desarrolló hasta inicios del siglo XXI era el resultado, directo o indirecto, de la lucha contra la inflación y el despilfarro fiscal. Para estas generaciones de economistas, esta nostalgia es, en muchos casos, un factor determinante en sus opiniones. Nostalgia que, a veces, nubla la vista.

¿Recuerdan la alarma inflacionista de algunos cuando la Reserva Federal (Fed) empezó a comprar bonos en 2008? ¿Recuerdan el pánico ante el riesgo moral y los desatinos fiscales que crearían las compras de bonos del Banco Central Europeo (BCE)? La realidad es que la política fiscal ha sido excesivamente austera, y la inflación ni está ni se la espera. En Japón, durante los 25 años de tipos de interés cero, la inflación media ha sido cero. Desde que la Fed anunció su objetivo de inflación del 2% en 2012, la inflación media ha sido del 1,4%, y ha estado por debajo del objetivo 95 de los 107 meses. La inflación subyacente en la zona euro está en el 0,2%, y no supera el 1,5% desde 2012. La debilidad de la inflación requiere una revisión de prioridades que no casa bien con la nostalgia.

Los nostálgicos rememoran los viejos tiempos, la mal llamada “normalidad”, cuando los tipos de interés eran positivos y la política monetaria encarnaba el carácter austero, serio y disciplinado de ser el aguafiestas que, como dice el refrán, retiraba el ponche cuando la fiesta estaba empezando; de cuando los banqueros centrales recordaban sin cesar a los Gobiernos la necesidad imperiosa de reducir el déficit. Pero el mundo ha cambiado. Ahora los banqueros centrales deben pedir más apoyo fiscal y aumentar la inflación, y no por ello son menos serios ni disciplinados.

En Estados Unidos, la Reserva Federal ha revisado su estrategia, reorientándola hacia la maximización del empleo para así aumentar la inflación hasta el 2%. La semana pasada, Jerome Powell, el presidente de la Fed, repetía la necesidad de mantener el estímulo monetario todo lo que fuera necesario, ensalzando las virtudes de un rápido crecimiento económico para la reducción de la desigualdad. Tan solo unas horas después, Joe Biden anunciaba su primer paquete fiscal, un estímulo de un 7% del PIB centrado, sobre todo, en la reducción de la pobreza y la desigualdad —que se añadirá a un déficit que cerrará 2020 en casi el 20% del PIB—. Este ataque coordinado de las políticas monetaria y fiscal al desempleo y a la desigualdad, con tal volumen de déficit, habría puesto los pelos de punta a más de un nostálgico —comparen esto con el mandato del Pacto de Estabilidad de reducir el déficit al 3%, y con las críticas al BCE por sus compras de bonos—. Pero es la decisión correcta.

Este cambio de actitud se aprecia también en otras políticas, como el salario mínimo. En 1978, un 90% de la encuesta de miembros de la asociación americana de economistas afirmaba que la existencia de un salario mínimo reducía el empleo de los trabajadores de bajas rentas. En una encuesta similar en el año 2015, este porcentaje había caído al 26%. El análisis granular y detallado de la evidencia empírica sugiere que la intuición teórica inicial del efecto negativo del salario mínimo no era correcta, que su impacto sobre el empleo es ambiguo, al menos para salarios mínimos de hasta un 60% del salario mediano. De ahí que Joe Biden haya propuesto también aumentar el salario mínimo a 15 dólares por hora.

Normas inservibles

La nostalgia prefiere reglas y objetivos concretos y anclados en el pasado, como el 3% y el 60% del Pacto de Estabilidad. Pero estos solo sirven cuando los shocks que sufre la economía son predecibles, con una distribución de probabilidad conocida. Y, como hemos visto en lo que va de siglo, los shocks —la crisis financiera, la crisis del euro, el tsunami de Fukushima, la covid— ni han sido predecibles ni han generado la sorpresa inflacionista para la cual estaban diseñadas las reglas.

Las reglas estrictas tampoco sirven cuando la estructura de la economía cambia drásticamente: desde 1995, las previsiones de déficits y deuda se han basado en una senda esperada de tipos de interés que ha sido siempre, con contadas excepciones, más elevada de lo que ha demostrado la realidad posterior. Por tanto, la preocupación por lo que podría pasar si suben los tipos de interés con estos niveles de deuda pública se debe contrastar con el crecimiento que ya no se ha materializado por excesiva precaución ante una posible subida de tipos.

De ahí el clamor entre los economistas para abandonar los objetivos numéricos de déficit y de deuda —que no solo son arbitrarios, sino que pueden ser contraproducentes al generar incentivos procíclicos perversos— y enfocarse en el servicio de la deuda como medida de sostenibilidad y en aumentar la calidad de la política fiscal, mejorando los estabilizadores automáticos, el diseño de los programas de inversión pública y las reformas complementarias necesarias para maximizar su impacto, la cobertura impositiva o la estructura de la deuda. No se puede desperdiciar esta oportunidad.

Estados Unidos ha abandonado la nostalgia y está dispuesto a generar todo el crecimiento que la economía pueda digerir. En 2021 es el turno de la Unión Europea, con la reforma pendiente del Pacto de Estabilidad y de la estrategia del BCE. Esto lo abordaremos en próximas columnas.

@angelubide


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