“Mucha gente piensa que con las ayudas tienes la vida resuelta, pero no es así”
Varios beneficiarios de rentas de inserción de las comunidades cuentan su experiencia mientras esperan el nuevo ingreso
Marianela Arza sí tiene quien le escriba. O, como mínimo, una carta esperando en Correos. Su remitente es una incógnita, porque nunca ha ido a buscarla a la oficina del barrio de Aluche, en el sur de Madrid. Tiene miedo. Cuando duermes en una casa okupada, la orden de desahucio puede llegar en cualquier momento.
Hace siete años, esta ecuatoriana de 45 perdió su vivienda al no poder pagar la hipoteca, y se fue a vivir con dos de sus cuatro hijos a casa de su madre. La abuela de la familia tuvo que regresar a su país acuciada por los problemas económicos. Ahora el piso pertenece al BBVA. ...
Marianela Arza sí tiene quien le escriba. O, como mínimo, una carta esperando en Correos. Su remitente es una incógnita, porque nunca ha ido a buscarla a la oficina del barrio de Aluche, en el sur de Madrid. Tiene miedo. Cuando duermes en una casa okupada, la orden de desahucio puede llegar en cualquier momento.
Hace siete años, esta ecuatoriana de 45 perdió su vivienda al no poder pagar la hipoteca, y se fue a vivir con dos de sus cuatro hijos a casa de su madre. La abuela de la familia tuvo que regresar a su país acuciada por los problemas económicos. Ahora el piso pertenece al BBVA. Arza ya sabe lo que es quedarse sin techo. Y vive con angustia desde que, dos días antes de la declaración del estado de alarma, recibiera un mensaje para que fuese a recoger la misiva. “Hay días que lo piensas un montón y no pegas ojo”, dice con pesar. Y añade: “No sé qué voy a hacer si me echan de aquí”.
Mientras la carta espera, los niños comen. Caín, de siete años, no puede hacerlo en el colegio debido al confinamiento, y eso supone un gasto muy importante para una familia que vive con 520 euros al mes: 320 de la renta de inserción de la Comunidad de Madrid y 200 que pasa el padre del pequeño. Con el ingreso mínimo vital, la cantidad se elevaría sustancialmente. “Sería un alivio. Creo que es una propuesta muy buena”, destaca Arza.
Encontrar un trabajo constituye una quimera para quien un día condujo un camión hasta que un palé lleno de cartones de leche se le cayó encima. Desde entonces, una depresión crónica y los constantes problemas de salud la han dejado fuera del mercado laboral. Al menos del oficial, porque para ella cobrar una nómina significa no ingresar nada: la última vez que lo hizo le retuvieron el dinero para contribuir a subsanar su deuda hipotecaria.
Atrapada en un piso que no es suyo y por otro que no pudo pagar, Arza se indigna cada vez que escucha en el Congreso cómo se desprecia a las personas que tienen que vivir de los subsidios. “Mucha gente piensa que con las ayudas tienes la vida resuelta, pero no es así". La de esta ecuatoriana, que llegó a Madrid a principios de siglo huyendo del corralito, está marcada por tres relaciones fallidas que la dejaron con cuatro niños y un método anticonceptivo —de Bayer, ya retirado del mercado— que le obliga a utilizar pañal cada vez que tiene la regla. “Ojalá pudiera trabajar. Pero no por mí, sino por mis hijos”, desea.
En medio de ese círculo vicioso en el que se ha convertido su existencia, Arza tuvo un regalo inesperado en su último cumpleaños: la nacionalidad española. Ahora, confía en que la racha de buenas noticias continúe con un remitente muy distinto al del 12 de marzo. A diferencia del coronel retratado en la novela de Gabriel García Márquez que nunca llegó a recibir la carta con su pensión, esta madre soltera sueña con una misiva que le conceda el ingreso mínimo para vivir.
“No quiero estar toda la vida así. Lo que quiero es un trabajo”
Ana Maribel Galindo (Lima, Perú, 44 años) fue una de esas trabajadoras sociales que se enfrentaron al coronavirus en las residencias de Madrid. En la suya, al menos tres ancianos perdieron la vida. Pero los contratos no entienden de pandemias, y hace unos días se quedó en paro y sin derecho a cobrar el subsidio. Demasiados pocos meses cotizados para una persona acostumbrada a las ocupaciones temporales y a media jornada.
Sin ingresos y a cargo de un niño de ocho años, esta madre soltera busca empleo con la misma determinación que la llevó a no interrumpir su embarazo. El padre se quedó en Perú; hace dos años que no sabe de él. “Lo llevé mal y tuve una depresión”, recuerda. Pero está orgullosa de su hijo y dispuesta a levantarse una y otra vez. Su hogar es una habitación de Carabanchel alquilada por 350 euros.
Cuando vio en Facebook el proyecto de un ingreso mínimo vital se llevó una alegría. Es la única salida que le queda: “No me justifico, pero me ha tocado esto y no sabía que la situación iba a ser tan difícil… Con la pandemia está todo paralizado”. Galindo se niega a caer en el conformismo, y por fin va a tener una red de seguridad. “Me vendrá bien por un tiempo, pero no quiero estar toda la vida así. Lo que quiero es un trabajo”, dice.
“Los políticos viven a mil años luz de la realidad”
Isabel Hernández Jaramillo (Jaén, 56 años) ha pasado toda su vida en Badajoz, donde crió a sus dos hijos. Extremadura es la comunidad autónoma con la tasa de riesgo de pobreza y exclusión social más alta de España, con un 37%, después de Ceuta, que la supera solo por un punto.
Hace 15 años que se dedica al cuidado de mayores y niños. La última vez que trabajó fue antes de que la pandemia paralizara todo el país. Estaba al cuidado de una mujer con alzhéimer. Pero esta tuvo que ser hospitalizada y Hernández se quedó una vez más sin trabajo y sin la oportunidad de buscar algo con el estado de alarma ya en marcha.
En su casa, su esposo Carlos, de 60 años, sus dos hijos y una nieta recién nacida dependen de los 430 euros que ella recibe de la Renta Activa de Reinserción, que se le termina en octubre.
Su hijo acaba de encontrar un trabajo en el Ayuntamiento. Y Hernández hace cuentas: con lo que él contribuya podrán sobrevivir con no más de 800 euros al mes. Ni ella ni su familia gastan dinero en ocio. Nunca han ido de vacaciones. Por eso, el estado de alarma y el confinamiento solo ha supuesto no poder ir a buscar trabajo. “Por la edad que tenemos, en ninguna empresa nos cogen. Ya no somos válidos para trabajar, pero sí para pagar impuestos” dice.
Desde que su esposo Carlos sufrió un ictus, a los 28 años, las secuelas que perduran en su cuerpo le han impedido conseguir y mantener trabajos como albañil, a lo que él se dedicaba. Hernández intenta mantenerse optimista, pero no es fácil. Le han negado el bono de ayuda para pagar la luz porque su esposo tenía un contrato por 15 días en el Ayuntamiento. “¿Qué hay que hacer? ¿Hay que estar debajo de un puente para que nos ayuden? No lo entiendo, los políticos viven a mil años luz de la realidad”, lamenta. Y asegura que no sabe si pedirá el ingreso mínimo vital, porque lo único que ella quiere es volver a trabajar.
Vivir con 431 euros tras 10 años en el paro
Juan Luis Sauceda (Mérida, Badajoz, 58 años) tiene cinco hermanos, todos casados y con la vida hecha. ¿Qué motivos le llevaron a él por otros caminos? “No llegó la adecuada”, responde. Hace 10 años que está en el paro, y desde hace cinco es voluntario de protección civil en el Ayuntamiento de Mérida, donde se ocupa de tareas que van desde la limpieza a la albañilería.
Vive en un piso compartido con un marroquí y un español. Cobra 431 euros de la Renta Activa de Inserción, una ayuda estatal para personas con dificultades para reincorporarse al mercado laboral, destinada a parados de larga duración mayores de 45 años, emigrantes retornados mayores de 45, víctimas de violencia de género o personas con discapacidad igual o superior al 33%. Esos 431 euros le alcanzan para pagar los 150 euros de alquiler, además de los gastos compartidos de la casa. También le permiten ahorrar, algo de lo que presume. “Soy muy ahorrador. Cobraba un año y ahorraba para el siguiente. Algunas personas me ayudaban, me daban de comer, un poco de aquí y de allá. Siempre se puede ahorrar, si se quiere”, dice con orgullo.
Sauceda hizo la mili a los 22 años en Zaragoza. Tras ese periodo, del que habla con nostalgia, pasó diez años como feriante trabajando en una pista de coches eléctricos; luego volvió a Mérida a la casa de sus padres, hasta que murieron y se quedó solo.
Antes de acceder a la renta de inserción y vivir en un piso compartido, Sauceda pasó poco menos de un año en un albergue para personas sin hogar. “Llegué al albergue por la asistenta social, antes estaba en un lado y en otro. Dormía en casas de amigos, en la casa de un sobrino me tiré un tiempo hasta que me ayudaron a conseguir la renta básica”, dice.
Sauceda ha esperado durante todo el tiempo que ha durado el estado de alarma a que hoy abran las oficinas del Ayuntamiento para poder empadronarse finalmente en la dirección donde vive actualmente. Piensa que podrá acceder a la renovación de la ayuda que le da el sustento, y que vence en junio, pero aún no lo sabe seguro. “No sé si me la darán o no”, asegura.
“Esta pandemia me ha quitado el único sustento que tenía”
La embestida de la crisis de 2008 fue bestial para Diego —nombre ficticio— (Jaén, 33 años). Desde los 17 hasta los 25 años pasó el tiempo dedicado a prepararse en cursos de formación para instalación de placas solares. Y luego se dio de bruces con la realidad. “Llegó esa crisis y todo se vino abajo. Encontrar un trabajo era como si te tocara la lotería”, recuerda. Convencido de que lo aprendido le ayudaría a conseguir mejores oportunidades, Diego fue perdiendo el ánimo sin encontrar un empleo. Trabajó de lo que pudo con contratos precarios; asegura que después de eso, las cosas fueron a peor. Se casó con su compañera Mara cuando él tenía 26 y ella 23, y decidieron comenzar a vivir juntos. Pero las cosas no mejoraron. Y el coronavirus no ha hecho más que agravar los problemas.
“Antes de la pandemia estábamos mal, pero no tanto. Yo iba al mercadillo y trabajaba. Y mi mujer podría cuidar niños. Pero esto que está pasando nos ha dejado peor de como estábamos”, cuenta. La familia de Mara también perdió el negocio del que disponían en otro mercadillo donde vendían frutas y Diego ha enfermado del riñón, lo que le dificulta la movilidad.
La Coordinadora Andaluza de Barrios Ignorados —que constata en un informe sobre la pobreza de 2019 que más de 3,2 millones de residentes en Andalucía están en riesgo de pobreza o exclusión social— es la única organización que ayuda a Diego y a Mara dándoles comida para toda la semana. La casa en la que viven pertenece al Ayuntamiento de Jaén y la han ocupado de forma ilegal durante los últimos cuatro años.
Cuando se le pregunta a Diego sobre su situación actual y sus perspectivas, baja el tono de voz y responde: “Sinceramente, con mucha franqueza, lo peor que te puedas imaginar”.
“Lo que ha venido a hacer esta pandemia es quitarme el único sustento que tenía”, dice. Diego y Mara permanecen asustados ante la visita, antes del estado de alarma, de dos policías que tocaron un día muy temprano a su puerta, hicieron una fotografía al DNI de Diego y le aseguraron que lo hacían “para registrar el piso a su nombre”. Los dos esperan la vuelta a la normalidad para saber si podrán solicitar un apoyo público. O si la suerte volverá a girar en otro sentido.
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