Editorial

El poder de los fondos

Durante las últimas décadas, especialmente a partir de los ochenta del pasado siglo, cuando la liberalización de los movimientos internacionales de capital se extendió por todos los países de la OCDE, el volumen transaccional de los mercados financieros se ha ido ampliando de forma notable. Su ritmo de crecimiento ha sido muy superior al del PIB global, definiendo una acusada asimetría entre esa actividad financiera y de inversión, por un lado, y la de la actividad real a la que se supone deberían dar cobertura esos mercados financieros, por otro. Su operativa se ha ido haciendo más compleja d...

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Durante las últimas décadas, especialmente a partir de los ochenta del pasado siglo, cuando la liberalización de los movimientos internacionales de capital se extendió por todos los países de la OCDE, el volumen transaccional de los mercados financieros se ha ido ampliando de forma notable. Su ritmo de crecimiento ha sido muy superior al del PIB global, definiendo una acusada asimetría entre esa actividad financiera y de inversión, por un lado, y la de la actividad real a la que se supone deberían dar cobertura esos mercados financieros, por otro. Su operativa se ha ido haciendo más compleja de la mano de la oferta de nuevos instrumentos y técnicas de inversión. La profesionalización se ha acabado imponiendo. Y con ella, la conveniencia de que ahorradores e inversores individuales confíen sus recursos a inversores e instituciones profesionalizadas, especializadas en la inversión colectiva, a cambio de una comisión.

Entre las instituciones a las que se transfiere esa suerte de delegación de las decisiones de inversión son los fondos de inversión las más extendidas. En sus diversas modalidades y categorías, desde los fondos de pensiones hasta los de alto riesgo o hedge funds, agrupan buena parte de las transacciones que se ejecutan en todos los mercados, desde los de bonos hasta los de divisas, pasando por los de acciones y, no menos relevantes, los de instrumentos derivados. Esa profesionalización de la delegación ha concedido un poder a esas instituciones ciertamente singular, tanto mayor cuanto más explícita es la tendencia a la concentración. Sus gestores, especialmente los de aquellos fondos con mayor volumen de participaciones y con amplios destinos inversores, pueden llegar a influir con sus decisiones en aspectos esenciales de las empresas y de las naciones.

En esas instituciones se podría concretar esa tan frecuente como imprecisa apelación a “los mercados”. Son esos operadores y los analistas que apoyan sus decisiones, no siempre actuando de forma autónoma, los que efectivamente pueden mover mercados de deuda pública o condicionar en última instancia la viabilidad de un país o de sus empresas. En ocasiones, asentando sus decisiones en análisis racionales; en otras, respondiendo a espasmos y movimientos gregarios, presa del pánico o de la euforia. Es en estas últimas ocasiones cuando se cuestionan las ventajas en función de la especialización y pericia técnica de estas instituciones de inversión colectiva.

Por ello, la regulación estricta debe presidir la creación y el comportamiento de las mismas. Y su supervisión eficaz exige disponer de entidades públicas bien capacitadas técnicamente. Ello no debería excluir de ningún modo el esfuerzo por elevar los estándares de alfabetización económica y financiera de los ahorradores, así como la disposición de instituciones públicas especializadas en la defensa de los derechos de los inversores particulares.

Disponer de instituciones especializadas, guiadas por el rigor técnico y el estricto cumplimiento normativo, es la condición necesaria para que el papel de los mercados financieros y la ampliación de las oportunidades de canalización eficiente del ahorro hacia destinos inversores contribuyan a satisfacer la asignación eficiente del ahorro al fomento de la creación de riqueza y de la extensión del bienestar de la mayoría, no solo de unos pocos.

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