Columna

Arte sin belleza

Hoy se inaugura ARCO, la 30ª edición de la Feria de Arte Contemporáneo de Madrid. No es que yo piense ir, ni que sea una gran entendedora del asunto. Si estuviera por allí, preferiría en todo caso pasear por las salas embriagadoras del Prado, o ver alguna exposición concreta. Como a la mayoría de la gente, creo, gran parte de ese arte contemporáneo, en forma de instalaciones de arte efímero, videoarte, arte conceptual y demás, me deja fría, desconectada. A veces, resultan curiosos, entretenidos, pero poco más. Me pregunto si es únicamente problema nuestro, de los espectadores que no hacemos un...

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Hoy se inaugura ARCO, la 30ª edición de la Feria de Arte Contemporáneo de Madrid. No es que yo piense ir, ni que sea una gran entendedora del asunto. Si estuviera por allí, preferiría en todo caso pasear por las salas embriagadoras del Prado, o ver alguna exposición concreta. Como a la mayoría de la gente, creo, gran parte de ese arte contemporáneo, en forma de instalaciones de arte efímero, videoarte, arte conceptual y demás, me deja fría, desconectada. A veces, resultan curiosos, entretenidos, pero poco más. Me pregunto si es únicamente problema nuestro, de los espectadores que no hacemos un esfuerzo por comprender mejor, que no tenemos afinada nuestra sensibilidad a las nuevas técnicas y formas artísticas.

La cosa viene de lejos, y no se trata sólo ni principalmente del paso del arte figurativo, realista, al abstracto, expresionista, conceptual, etc. Tiene que ver, me parece, con la tendencia de las principales corrientes artísticas del siglo XX de deshacerse de la belleza, de la necesidad de producir algo bello. De hecho, ninguna de las antaño denominadas bellas artes se dedica ya a la creación de objetos bellos. En todo caso, las que lo hacen no son las más valoradas. Así, como es bien sabido, muchas obras (e instalaciones) son abiertamente feas, chocantes, desagradables.

Ésa es una lección que las vanguardias se encargaron de enseñarnos: el arte no debe consolarnos, sino arrebatarnos, inquietarnos, zarandearnos, escandalizarnos, hacernos pensar y sentir... Se supone, en efecto, que aquello que es bello nos consuela, nos sosiega (¡aunque también pueda exaltarnos!). Y que, en todo caso, la misión del arte es hacernos experimentar otras sensaciones estéticas, hacernos transgredir, ir más allá, evocarnos verdades más oscuras y dolorosas de la existencia. Como propósito, resulta magnífico. Pero también abierto, muy abierto, y confuso. ¿Qué es entonces arte y qué no lo es? Como a aquellos sorprendidos espectadores del urinario de Duchamp, a nosotros también nos parecen una tomadura de pelo algunas obras de arte contemporáneas. O lo que es más habitual, nos dejan indiferentes...

El ensayista Marc Fumaroli, con su habitual afán polemista, afirmaba hace poco: "No hay derecho a utilizar la palabra arte para lo que se llama el arte contemporáneo, no lo llamemos así; habrá que inventar otra palabra, tal vez entertainment para millonarios". Como todos esos coleccionistas cargados de millones que pasean por ARCO en busca del tesoro: algo sorprendente, algo con "aura", algo único y exclusivo que acabará colocado estudiadamente en las regias estancias de la mansión. Coleccionistas que suman, así, los placeres de la posesión a los placeres estéticos. Para nosotros, pobres y confundidos espectadores que deambulamos fuera del gran mercado del arte, sólo caben los últimos. Que no son pocos, estoy segura, si aprendemos a apreciarlos.

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