Crónica:Próxima estación

El muelle del faro

Cerca de la parada de Barceloneta todavía encontramos la lonja donde se subasta el pescado

En mi adolescencia tuve una novia pintora que muchas mañanas me traía aquí a tomar el sol y a acompañarla mientras ella hacía bocetos al carboncillo de barcas y ondulaciones del agua. Sentados en el suelo, intrusos en aquel lugar de trabajo, veíamos sestear las embarcaciones y los utensilios de pesca. A mediodía esto se llenaba de gatos, que a la hora de máximo calor se desperezaban parsimoniosos, lanzando suaves maullidos de felicidad. Corría la voz de que los alimentaban los pescadores con los restos de sus capturas, pues eran el más eficaz sistema para controlar a los roedores. Erguida con ...

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En mi adolescencia tuve una novia pintora que muchas mañanas me traía aquí a tomar el sol y a acompañarla mientras ella hacía bocetos al carboncillo de barcas y ondulaciones del agua. Sentados en el suelo, intrusos en aquel lugar de trabajo, veíamos sestear las embarcaciones y los utensilios de pesca. A mediodía esto se llenaba de gatos, que a la hora de máximo calor se desperezaban parsimoniosos, lanzando suaves maullidos de felicidad. Corría la voz de que los alimentaban los pescadores con los restos de sus capturas, pues eran el más eficaz sistema para controlar a los roedores. Erguida con su silueta antigua y elegante, a nuestras espaldas, la torre del antiguo faro le daba al conjunto un aire majestuoso de lugar perdido, una especie de Shangri-La en plena costa, que ya entonces parecía haberse detenido en un momento de la historia más pacífico y menos frenético que el que nos había tocado vivir a nosotros.

A primera hora de la tarde, propietarios de restaurantes y pescaderías dan vueltas por la lonja
La torre del reloj fue desde 1772 el único faro de Barcelona, en 1904 le quitaron la linterna

El Moll del Rellotge, en el Port Vell de Barcelona, se encuentra muy cercano a la parada de Barceloneta, de la línea 4. Se llega a través de una callecita medio escondida. Traspasado con facilidad el punto de acceso, desembocamos en un espacio que en la actualidad afronta otra más de las transformaciones que afectan a la capital catalana. Dentro aún se mantienen los norays, las montañas de redes verdes y azules, el olor a salitre y la lonja donde se subasta el pescado, junto al bar de la cofradía de pescadores, con sus fuentes de ensalada y de sardinas fritas, sus menús populares y su futbolín en la puerta. Dicen que van a sustituir las actuales instalaciones por otras más modernas y funcionales, y que el muelle va a abrirse a la ciudad en forma de plaza pública. Tendrá tiendas y restaurantes, y toda clase de comodidades para que la ciudadanía conozca el sector pesquero. Sobre este recóndito lugar va a caer la luz -la luz y las taquígrafas-, se va a hacer visible y se incorporará al ritmo brillante y desodorizado de nuestros tiempos.

A primera hora de la tarde aún reina el olor a yodo y a pescado fresco. Falta poco para que lleguen los barcos y ya comienzan a dar vueltas, impacientes, los propietarios de muchos restaurantes y pescaderías, dispuestos a pujar por las mejores gambas o los salmonetes más colorados. A diferencia de esta mañana y su paz monacal, ahora todo es ajetreo y expectación. Por las nubes de gaviotas en la lejanía se adivina el regreso de la flota.

Pocos minutos después se divisan los barcos que vuelven -de uno en uno-, rodeados por una maraña de aves rapaces que se disputan los pececillos que han caído por la borda. Tras el amarre, cientos de pájaros marinos se han posado en el agua, disfrutando de su almuerzo gratuito. Con la ciudad al fondo, estos pajarracos parecen cisnes de tapadillo. Hemos seguido la procesión de carretones que se encamina hacia la lonja. Allí los compradores están instalados en una pequeña grada, por delante de la cual van pasando langostinos, pulpos, rapes y doradas. Fuera esperan varias furgonetas frigoríficas, aparcadas en la explanada.

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Desde este sitio, en medio de hielo picado y de peces con los ojos muy abiertos, más de 200 años nos contemplan. La torre está ahí desde 1772, como remate final a lo que fue entonces un barrio de nueva construcción. En sus buenos tiempos era el único faro de Barcelona, el primero que tuvo la ciudad. Pero a principios del siglo XX fue engullido por el puerto y en 1904 le quitaron la linterna y le instalaron un reloj, que desde entonces ha dado la hora a todos los barquitos que han entrado o salido de la Dàrsena del Comerç. Antes evitaba naufragios y ahora da los cuartos.

Ella va a ser la única que mantendrá su silueta, inmutable y coqueta, en esta nueva etapa. Su rostro de número y manecilla parecerá seguir oteando el horizonte. En cuanto a gatos, solo he visto uno, que se ha dejado acariciar como si me recordase.

Los compradores están instalados en una pequeña grada ante la que pasan langostinos, pulpos, rapes y doradas.CARMEN SECANELLA

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