Análisis:

El bienestar posible

Ahora que España está abordando a la carrera en dos meses reformas que no fue capaz de plantear en décadas, causa sonrojo recordar que hace muy poco el mensaje oficial era que las conquistas del Estado de bienestar eran intocables, sagradas, un tótem, que cualquier propuesta para su revisión era herética, que la bonanza sería perpetua y que nos sobraba el dinero.

El Estado del bienestar, esa red pública que cubre las necesidades básicas (salud, educación, pensión, seguro de paro) en una economía capitalista, hizo de la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial la región más avanzada...

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Ahora que España está abordando a la carrera en dos meses reformas que no fue capaz de plantear en décadas, causa sonrojo recordar que hace muy poco el mensaje oficial era que las conquistas del Estado de bienestar eran intocables, sagradas, un tótem, que cualquier propuesta para su revisión era herética, que la bonanza sería perpetua y que nos sobraba el dinero.

El Estado del bienestar, esa red pública que cubre las necesidades básicas (salud, educación, pensión, seguro de paro) en una economía capitalista, hizo de la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial la región más avanzada en nivel de vida y derechos. En algunos aspectos el modelo era menos competitivo que otros, pero la cohesión social conseguida compensaba con creces ese déficit. Y permitía a la Europa occidental presumir de justicia y de igualdad de oportunidades, es decir, exhibir liderazgo moral ante el mundo.

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La globalización y una crisis a la que no se adivina salida han desmentido que las conquistas sean irreversibles. Europa cae en la irrelevancia política y económica en un planeta en el que despuntan nuevas potencias. Y el pragmatismo recién aprendido a bofetadas de los mercados nos lleva a afianzar el Estado de bienestar posible en vez del ideal. No solo nos enfrentamos al desplome de la recaudación fiscal, también a tendencias inquietantes incluso en tiempos de expansión. Envejecemos y demandamos servicios a un ritmo tal que la factura va a resultar insoportable para una menguante población trabajadora. No va a ser igual la jubilación en un mundo en que la esperanza de vida apunte a los cien años, sobre todo si seguimos prejubilando a lúcidos cincuentañeros. Y aparecen exigencias nuevas que atender: la ley de Dependencia, inoportuna para muchos, responde a las necesidades de una sociedad en la que la red de la familia ya no sirve para tapar todos los agujeros del Estado.

Lo peor es que a España le toca reestructurar un sistema social que no había llegado al nivel de sus vecinos. La sanidad sometida a revisión es de las más baratas; muchas pensiones son indignas; las escuelas y universidades necesitan más medios (y no regalar miniordenadores), y los nuevos pobres saturan los comedores.

¿Hay margen para apretarse el cinturón? Sobre la mesa están soluciones dolorosas. Igual que en el debate laboral ha caído el mito del coste del despido, en lo social se revisan conceptos como la universalidad (no era tan progresista dar el mismo cheque-bebé al rico que al pobre) o la gratuidad (que favorece ciertos abusos). Es cierto que la austeridad debe empezar por lo burocrático, que cabe simplificar la Administración. Pero el grueso del dinero público pertenece al terreno sensible, el de las prestaciones sociales, sumidas en inercias que es inevitable abordar. Reformar el Estado del bienestar no pasa por desmantelarlo, porque Europa no debe renunciar a su sueño, pero sí por adaptarlo a lo que nos podemos permitir. Lo otro era iluso.

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