AL CIERRE

Cicatrices

No pocos han sido los comentarios que en estas últimas semanas se han podido leer sobre el seísmo que asoló Haití y ahora sobre el de Chile. Frente a catástrofes tan rotundas y aleatorias, nuestros sentidos se desentumecen y el ruido de la actividad diaria cesa unos instantes. Una muerte tan súbita nos obliga a redescubrir lo fútiles que son las cosas y lo frágil que resulta la vida. Sin pretenderlo, a uno se le pone cara larga sólo de pensarlo. Afortunadamente, la vida -aunque frágil- es muy tozuda. Los que vivimos (que diría la novelista Ayn Rand), nos aferramos a nuestra inconsciencia vital...

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No pocos han sido los comentarios que en estas últimas semanas se han podido leer sobre el seísmo que asoló Haití y ahora sobre el de Chile. Frente a catástrofes tan rotundas y aleatorias, nuestros sentidos se desentumecen y el ruido de la actividad diaria cesa unos instantes. Una muerte tan súbita nos obliga a redescubrir lo fútiles que son las cosas y lo frágil que resulta la vida. Sin pretenderlo, a uno se le pone cara larga sólo de pensarlo. Afortunadamente, la vida -aunque frágil- es muy tozuda. Los que vivimos (que diría la novelista Ayn Rand), nos aferramos a nuestra inconsciencia vital; así como los pájaros no son conscientes de que vuelan, pues de lo contrario no volarían. Cada cual olvida a su manera. Los lugares -en cambio- conservan sus cicatrices, como la piel; todo cataclismo en esa superficie queda marcado en ella. Basta mirar a sabiendas para volver a sentir un poco de ese temblor bajo los pies.

En el número 6 de la calle de Sant Domènec del Call verán -si deciden acercarse- una fachada que parece estar combada hacia adelante. El sitio no es poca cosa: éste es el domicilio particular que lleva más años habitado de toda la ciudad (aquí vive gente desde el siglo XII). Pero su aspecto actual lo adquirió en febrero de 1428, cuando un potente terremoto asoló gran parte de Girona y Barcelona; el último de la media docena que se registraron en apenas 50 años, entre los siglos XIV y XV. Fue de tal magnitud que devastó comarcas y aniquiló poblaciones enteras. Aquí resquebrajó el campanario de la catedral, derribó muchas casas e hizo caer el primer rosetón de Santa Maria del Mar, que se desplomó sobre los fieles y causó más de 20 muertos. De todo aquello queda esta finca, permanentemente a punto de precipitarse sobre nosotros. Extraña filigrana involuntaria que intenta cegar la calle con su sombra, como si asomara para verse los pies. Un lugar viejo que parece disponerse a recostar la cabeza en el edificio de enfrente, sin terminar nunca de quedarse dormido; cicatriz dejada en este lugar por la misma fuerza que sacudió a la pequeña república caribeña y a la del cono sur americano.

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