Columna

¿Luces? de la ciudad

Estoy bastante de acuerdo con la decisión del Ayuntamiento donostiarra de reducir a su mínima expresión la iluminación navideña de la ciudad. Y digo sólo bastante porque, aunque comparto el resultado final, mis argumentos se sitúan en otra parte, aunque tal vez haya que decir en otra "partida". Porque allí se ha hablado sobre todo de dinero: estamos en crisis, hay que ajustar al máximo los gastos municipales, y ese dinero de las luces corresponde destinarlo a asuntos de primera necesidad. Además, las actuales circunstancias imponen una austeridad que invita, como también se ha señalado, a recu...

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Estoy bastante de acuerdo con la decisión del Ayuntamiento donostiarra de reducir a su mínima expresión la iluminación navideña de la ciudad. Y digo sólo bastante porque, aunque comparto el resultado final, mis argumentos se sitúan en otra parte, aunque tal vez haya que decir en otra "partida". Porque allí se ha hablado sobre todo de dinero: estamos en crisis, hay que ajustar al máximo los gastos municipales, y ese dinero de las luces corresponde destinarlo a asuntos de primera necesidad. Además, las actuales circunstancias imponen una austeridad que invita, como también se ha señalado, a recuperar el sentido más propio, más íntimo de la Navidad.

Hasta ahí, naturalmente, nada que objetar. Las crisis obligan, en lo social como en lo particular, a reconsiderar lo principal y lo accesorio, y las luces navideñas pertenecen sin duda a lo segundo. Pero creo que hubiera debido aprovecharse la ocasión para introducir en el debate otros argumentos más sostenibles y menos reversibles. Tal y como se han planteado las cosas, esta rebaja de la iluminación de las calles se presenta sólo como una fruta de temporada, como un apagón coyuntural que perderá su razón de ser en cuanto cambien las circunstancias y vuelvan unas vacas si no gordas (que ésas seguro que tardan en volver) al menos mejor musculadas que las que ahora mismo nos preocupan.

Y es precisamente en esa reversibilidad donde voy a situar mis reservas. Pienso que la decisión de rebajar la iluminación callejera no debe ser puntual sino constante, permanente; y extenderse además en el calendario, no afectar sólo a las navidades sino aplicarse al día a día. El argumento económico no es que sea importante es que es evidente, cae por su peso, o peor, por su lastre. Y por eso mismo corre el riesgo de hundir el debate en el presente, cuando lo que cuenta es el futuro. Para ahora ya sabemos que el futuro es esencialmente una actitud; que no consiste en esperar o en ahorrar hasta que esta crisis escampe y se pueda volver a las andadas; sino en lo contrario, en no volver a andar por ahí, en ensayar a conciencia otro rumbo de vida, un nuevo código de instrucciones para el uso del planeta y sus recursos; y para distinguir, en el terreno de nuestras necesidades, entre la realidad y la ficción.

Creo que la primera razón para preferir unas calles más sobriamente iluminadas, siempre, tiene que ser la ecológica, la empeñada en reducir no sólo el gasto energético (es verdad que hay adornos que consumen poco) sino la contaminación lumínica; ese derroche de luz -esa luz para nada o para poco más que su propio reclamo- que es característica e ironía de nuestras ciudades (dicho sea a escala general, aunque algunos países se nos adelantan mucho en lo que llamaré conciencia luminosa). Lo primero se aprecia sobre lo visible; lo irónico, por debajo: en el deslumbramiento cegador que produce tanto brillo; en lo que distrae o impide ver y prever, tanta luz.

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