Editorial:Editorial

Políticas agotadas

La evolución de la economía española proporciona escasos motivos para el optimismo. Una de las razones que alientan esa percepción pesimista surge de la paupérrima articulación de la política económica del Gobierno, dibujada como una sucesión de impulsos inconexos, a veces acertados, pero casi siempre huérfanos de argumentos económicos estructurados y, lo que es peor, de un plan común que involucre a todas las administraciones del Estado. Los empresarios y gestores de empresas perciben claramente ese rosario de decisiones invertebradas. El Barómetro de Empresas correspondiente al primer semest...

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La evolución de la economía española proporciona escasos motivos para el optimismo. Una de las razones que alientan esa percepción pesimista surge de la paupérrima articulación de la política económica del Gobierno, dibujada como una sucesión de impulsos inconexos, a veces acertados, pero casi siempre huérfanos de argumentos económicos estructurados y, lo que es peor, de un plan común que involucre a todas las administraciones del Estado. Los empresarios y gestores de empresas perciben claramente ese rosario de decisiones invertebradas. El Barómetro de Empresas correspondiente al primer semestre de este año que publica hoy Negocios registra una pésima valoración de la política económica del presidente del Gobierno -porque hay abundantes indicios de que en gran parte es personalmente suya-, hasta el punto de que casi el 60% de las empresas consultadas consideran que es "mala" o "muy mala", y el porcentaje de los que la consideran simplemente "buena" ha descendido al 13,8% desde el 20,2% contabilizado el trimestre anterior.

Las opiniones empresariales no son un oráculo infalible; de hecho, muestran obsesiones y errores en la misma proporción que otros agentes sociales. En algunos aspectos parecen simétricas u opuestas por el vértice a las que difunden las organizaciones sindicales. Una de esas obsesiones es la reforma del mercado laboral, que entienden casi exclusivamente como el abaratamiento de los costes de despido y una reducción drástica de los costes laborales. Pero si se depuran las manías y se atiende al mensaje principal, las empresas españolas detectan una indefinición preocupante en la política económica, denuncian que el patrón de crecimiento -ladrillo más turismo- está agotado y exige cambios y llaman la atención sobre el elevado fraude que exhibe el sistema fiscal español.

No es difícil identificar las consecuencias de una política económica deshilachada y torpe. El fracaso del llamado diálogo social es una de ellas. Si se quieren explicar las causas del fracaso, hay que ir un poco más allá de las exigencias de la patronal CEOE -impertinentes, desde luego, y probablemente causa inmediata de la ruptura de las negociaciones- y preguntarse por qué la agenda del diálogo entre empresarios, sindicatos y Gobierno era tan pobre que apenas contenía otra cosa que una prórroga de la ayuda a los parados y vagas promesas de reducir las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social.

El Gobierno está obligado a proporcionar el nervio de un diálogo social más profundo precisamente porque es el responsable de la política económica en un periodo, que no será corto, de grave recesión económica. La primera condición racional de ese diálogo es calcular la sostenibilidad financiera de la crisis. Es decir, cuánto cuestan al Estado en términos de déficit público y endeudamiento en el mercado la financiación de cuatro millones y medio de parados durante no menos de dos años, los planes de rescate financiero y las políticas de estímulo de la demanda. Sin esas cuentas y sin extraer las consecuencias adecuadas -por ejemplo, la eliminación inmediata de las medidas menos aceptables, como la devolución fiscal de los 400 euros o el cheque bebé-, cualquier diálogo entre agentes sociales deriva rápidamente hacia un expolio de las arcas públicas.

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