Columna

Una civilización para la Alianza

Ha habido insistentes críticas -y no sólo de la oposición, tan machacona- a la política exterior de España; se ha dicho que el Gobierno socialista ha sustituido objetivos concretos por propuestas generalizadoras como la vaporosa Alianza de Civilizaciones, ideal intachable en sí mismo, pero de difícil manutención, y hay quien cree que excesivo para las posibilidades reales de España. Con hoja de ruta o sin ella, es indiscutible, sin embargo, que se han producido éxitos que escaparon a la empalagosa seducción de Gobiernos anteriores, como la asistencia a las reuniones del G-veintipico, y ...

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Ha habido insistentes críticas -y no sólo de la oposición, tan machacona- a la política exterior de España; se ha dicho que el Gobierno socialista ha sustituido objetivos concretos por propuestas generalizadoras como la vaporosa Alianza de Civilizaciones, ideal intachable en sí mismo, pero de difícil manutención, y hay quien cree que excesivo para las posibilidades reales de España. Con hoja de ruta o sin ella, es indiscutible, sin embargo, que se han producido éxitos que escaparon a la empalagosa seducción de Gobiernos anteriores, como la asistencia a las reuniones del G-veintipico, y las declaraciones del presidente norteamericano Barack Obama en obvia rima con las de José Luis Rodríguez Zapatero sobre la Alianza. Todo ello, tanto en Madrid como en Washington, estaba pensado para el mundo islámico, y en lo que respecta a España, sobre todo árabe y mediterráneo. Pero existe otra civilización con la que aún hay más urgencia en concertarse.

Más que con el mundo árabe, España debe concertarse con urgencia con América Latina

En América Latina cabe hoy distinguir tres procesos políticos diversos: a) renovación de sistemas próximos a los europeos, tanto de derecha como izquierda, de Colombia o Perú a las socialdemocracias de Chile y Brasil; b) innovación, no está claro hacia dónde, aunque muchos dirían, quizá precipitadamente, que hacia la dictadura, como ocurre en Venezuela tras un misterioso socialismo bolivariano; y c) revolución o cuando menos su conato en la Bolivia indigenista del presidente Evo Morales.

El proyecto de La Paz persigue un alto grado de deshispanización, una remoción antropológica de las bases sobre las que se ha asentado el Estado boliviano, con la recuperación de un pasado precolombino en política, justicia, cultura, aportación al mundo, en definitiva, del país andino. No se trata, es de suponer, de prescindir de una lengua española, ya también boliviana, porque constituye un instrumento de acción universal, pero sí eliminar buena parte de lo que vincula al país con Occidente, como quien describe una circunvolución de 180 grados. Pero no se trata aquí de juzgar las probabilidades de éxito del proceso, ni de su ulterior conveniencia, sino de la actitud de España ante su eventual consolidación.

Aunque, formalmente, las celebraciones del bicentenario de las independencias latinoamericanas deberían comenzar en 2010, los hay madrugadores, como la propia Bolivia, que mañana, 16 de julio, inaugura la temporada, y Ecuador -con menor presión indigenista, pero nación hermana en andineidad-, el 10 de agosto. Y para abrir boca Morales pronunció un discurso el pasado 29 de mayo en la IV Cumbre Continental de Pueblos Indígenas, del que, no por repetidas, sobresalen afirmaciones que darán idea de lo espinosa que puede llegar a ser cualquier negociación: "Nos dijeron que hubo un descubrimiento cuando hubo una invasión, que hubo una conquista cuando hubo genocidio. Y ahora nos dicen que quieren integración e insertarnos en la economía mundial cuando lo que quieren es saquear nuestras riquezas, privilegiando las ganancias en desmedro de la solidaridad". Y a declaración tan terminante se suma gran parte de la izquierda latinoamericana, como hacen destacados representantes del Polo colombiano, sólo que, juiciosamente, como todos son blancos y muy hispánicos, prefieren no extenderse sobre el asunto.

Pero eso no significa que no pueda haber diálogo. Morales es considerablemente pragmático y si se acepta que España tiene una deuda con la indianidad boliviana -como la tiene y aún mayor la minoría blanca del país- y que esa deuda es traducible a euros, el debate ya cambia. Civilizaciones que fueron enemigas hace cinco siglos, cuando una invadió la tierra de la otra, y, sin que mejoraran las cosas con las independencias que obtuvieron los criollos, no han dejado de serlo desde entonces, pueden hallar puntos de asociación para el futuro. Y ni tan sólo es obligatorio para ello que los interesados dejen de entonar la salmodia del exterminio -como también gusta de hacer el presidente Chávez de Venezuela- porque en estas fechas bicentenarias todo el que rehúse sumarse al coro va a ser gravemente tachado de godo, y antipatriota. Si los españoles querían explotar la fuerza de trabajo local, mal se compagina eso con un plan de eliminación del mundo indígena, pero eso tampoco excusa el atropello, la crueldad, la brutal exacción y la esclavitud, perpetradas por conquistadores y colonos, que hay que hacer extensivas a millones de africanos, transportados como forraje laboral a América.

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¿Cabe hoy trascender esas realidades? Ni desmemoria absoluta, ni rencor perpetuo. Pero la Alianza de Civilizaciones para confirmar que va en serio, debería comenzar a experimentarse en el continente americano.

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