Columna

Las focas

La cacería de focas en Canadá, que va a llevarse por delante, al parecer, 300.000 de estos animales, nos eriza los cabellos. Son imágenes atroces: mamíferos de mirada compasiva a los que golpean en la cabeza con pesados zapapicos. Ante semejante exposición de sangre, toda persona con una educación a la europea no puede por menos que revolverse, incomodada, en el sofá. Pero la reprobación de ese espectáculo no viene fundada en un principio moral sino en un impulso estético, estético en el peor sentido. La sangre derramada molesta no por la violencia que conlleva sino porque la sangre derramada ...

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La cacería de focas en Canadá, que va a llevarse por delante, al parecer, 300.000 de estos animales, nos eriza los cabellos. Son imágenes atroces: mamíferos de mirada compasiva a los que golpean en la cabeza con pesados zapapicos. Ante semejante exposición de sangre, toda persona con una educación a la europea no puede por menos que revolverse, incomodada, en el sofá. Pero la reprobación de ese espectáculo no viene fundada en un principio moral sino en un impulso estético, estético en el peor sentido. La sangre derramada molesta no por la violencia que conlleva sino porque la sangre derramada ensucia la moqueta. Y no hay moqueta más delicada que la conciencia de un aséptico, esterilizado y desinfectado ciudadano occidental.

La muerte televisada lo pone todo perdido: la pantalla, la salita, la conciencia. Ese estallido de rojo expresionista asusta a los niños y perturba a los mayores. La moral de hoy no se sustenta en sistemas de valores sino en reflejos emocionales, en reacciones intuitivas. Lo cual comporta una siniestra consecuencia: la violencia se hace intolerable sólo cuando se ve, azota las conciencias sólo cuando sale a escena. Si mueren asesinadas millones de personas pero la imagen no arriba a la pantalla aquí no pasa nada. Pero si en la pantalla aparecen, por ejemplo, roedores destripados pensamos que alguna organización internacional debería detener tal holocausto.

Se trata de una moral mecanicista: nuestro comportamiento es parecido al del perro de Paulov. Reaccionar ante la imagen de la violencia pero no ante la violencia misma devalúa la dignidad radical e innegociable del ser humano. Hace mejor a un ave sacrificada ante la cámara que a una persona de cuyo asesinato sabemos por escrito. Eso explica por qué una foca golpeada hasta morir remueve más conciencias o provoca más ríos de tinta que los centenares de miles de asesinados en Darfur, de los que tenemos noticia cierta pero ni una triste foto. Eso explica la facilidad con que mucha gente da un saltito sobre la ciénaga moral que supone el aborto y consigue no mancharse los zapatos. Eso explica por qué el célebre cormorán de la primera Guerra del Golfo, recubierto de petróleo, se convirtió en la más rotunda apelación ética que resonó en Occidente desde los tiempos del nazismo. Los ecologistas han descifrado perfectamente ese resorte emocional. Por cierto, la cadena Al Jazeera también.

La moral de hoy no es reflexiva, es una reacción alérgica, un sarpullido, una urticaria. No se rebela ante la realidad, sino ante la porción de realidad que los medios santifican. El único modo de organizar con garantías la reprobación multitudinaria de algo es plantear una calculada estrategia de ocupación de tu pantalla de plasma. Cualquier otra está perdida de antemano.

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