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El emperador negro

Cuando la cantante surafricana Miriam Makeba llegó a Londres, en 1959, no se atrevía a entrar en los restaurantes porque veía a blancos en las mesas (The Miriam Makeba story. STE Publishers, 2004). Y es que en la Suráfrica del apartheid, comer con blancos era algo impensable para un negro. A Makeba, que pasó treinta años en el exilio, no se le olvidó nunca que en el avión de la South African Airways que la llevaba de Johanesburgo hacia Europa, nadie quiso sentarse a su lado. Ella era la única pasajera negra. Pero los afrikaners no tenían el patrimonio de la segregación rac...

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Cuando la cantante surafricana Miriam Makeba llegó a Londres, en 1959, no se atrevía a entrar en los restaurantes porque veía a blancos en las mesas (The Miriam Makeba story. STE Publishers, 2004). Y es que en la Suráfrica del apartheid, comer con blancos era algo impensable para un negro. A Makeba, que pasó treinta años en el exilio, no se le olvidó nunca que en el avión de la South African Airways que la llevaba de Johanesburgo hacia Europa, nadie quiso sentarse a su lado. Ella era la única pasajera negra. Pero los afrikaners no tenían el patrimonio de la segregación racial: viajando por el sur de Estados Unidos, a principios de los años sesenta, a Miriam Makeba y a su amigo Harry Belafonte les rechazaron en un restaurante de Atlanta. Ellos dos iban a ser luego los primeros negros en poder alojarse en un gran hotel de la capital de Georgia.

En Lady sings the blues (Tusquets, 1998), la cantante de jazz Billie Holiday cuenta cómo tuvo que oscurecerse el rostro con maquillaje -"hay que forzarse a sonreír para no vomitar"- con el fin de poder cantar en un teatro de Detroit con los músicos -muy negros todos- de la orquesta de Count Basie. También explica que al viajar con la orquesta de Artie Shaw -con un total de 16 músicos blancos- solía permanecer en el autocar durante las paradas porque no le permitían comer -le subían alimentos en una bolsa de papel- en los mismos lugares que ellos. Y en la ciudad de Boston, los dueños de un local pretendieron que entrara por la puerta de servicio. Aunque lo más humillante para ella era cómo solventar sus necesidades fisiológicas: le pedía al conductor del autocar que parase al borde de la carretera e iba detrás de algún arbusto. Cantaba por entonces Strange fruit, esa canción que habla de extraños frutos que cuelgan de los árboles tras los linchamientos.

También Miles Davis confiesa en su Autobiografía (Ediciones B, 1991) la conmoción que le causó su llegada a París. Allí, en 1949, le recibieron como a un joven dios de la música. Sin importar el color de su piel. Conoció a Sartre y Picasso, y el trompetista y Juliette Gréco se enamoraron: "Nunca en mi vida me había sentido de aquella manera. Era la libertad de estar en Francia y de que te tratasen como un ser humano".

Hoy en el Despacho Oval de la Casa Blanca hay un presidente negro. El primero en la historia de Estados Unidos. Tan sólo unas décadas después de lo que vivieron Billie Holiday o Miles Davis, de los cuerpos que colgaban de árboles y de lo que vio Miriam Makeba ("no hemos olvidado, pero hemos sido capaces de perdonar"). Hoy la discriminación, y no sólo la racial, se ha hecho más sutil y los mensajes del poder más insidiosos. Aunque a veces descubramos al rey desnudo. No deja de ser reconfortante mirar al pasado y comprobar que algunas realidades lamentables han cambiado, pero esa mirada no debería evitarnos la visión de nuestros horrores. Esos que un día quizá se observen con parecida conmiseración o sentimiento de vergüenza. Tenemos a un emperador negro -o cuasi negro-, pero nuestras sociedades continúan segregando y marginando. Y sigue latente ese odio que se nutre de generalizaciones y prejuicios.

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