Columna

La prosa y el verso

Tenía razón Hillary Clinton cuando, en una de las frases más afortunadas de su lucha con Barack Obama para conseguir la nominación presidencial demócrata, afirmó, refiriéndose a la elocuencia de su rival, que "una cosa es el verso [utilizado en las campañas] y otra muy distinta es la prosa a la hora de gobernar". La senadora por Nueva York sabía muy bien lo que decía. Lo experimentó en su propia carne cuando, poco después de la elección de su marido, dedicó sus muchas energías a conseguir la aprobación de un nuevo sistema de sanidad, que asegurase la cobertura sanitaria a los millones de estad...

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Tenía razón Hillary Clinton cuando, en una de las frases más afortunadas de su lucha con Barack Obama para conseguir la nominación presidencial demócrata, afirmó, refiriéndose a la elocuencia de su rival, que "una cosa es el verso [utilizado en las campañas] y otra muy distinta es la prosa a la hora de gobernar". La senadora por Nueva York sabía muy bien lo que decía. Lo experimentó en su propia carne cuando, poco después de la elección de su marido, dedicó sus muchas energías a conseguir la aprobación de un nuevo sistema de sanidad, que asegurase la cobertura sanitaria a los millones de estadounidenses desprotegidos. El resultado: un fracaso rotundo ante la oposición frontal de la clase médica, la industria farmacéutica y las aseguradoras, todos contribuyentes en mayor o menor medida a la campaña que dio la victoria a Bill Clinton en 1992. ¿Le pasará algo parecido al presidente electo Obama cuando trate de convertir su poesía electoral en prosa a partir de su toma de posesión el 20 de enero del próximo año? Esperemos que no por el bien de Estados Unidos y del resto del mundo. Pero, los retos a los que se tendrá que enfrentar el 44º presidente estadounidense son, para utilizar un término norteamericano, daunting, sobrecogedores, tanto desde el punto de vista doméstico como exterior.

Los retos a los que se tendrá que enfrentar el 44º presidente de EE UU son sobrecogedores

En política nacional, sus costosas propuestas, como, por ejemplo, la implantación de una sanidad quasi universal, chocan con un muro casi infranqueable: la realidad de un déficit presupuestario que este año alcanzará el medio billón de dólares y que en 2009 superará el billón, gracias a los ambiciosos planes de estímulo de la economía real que la mayoría demócrata en las Cámaras quiere aprobar, incluso antes de la toma de posesión del nuevo presidente. Obama se cubrió las espaldas en su discurso de aceptación de la victoria cuando advirtió que Estados Unidos no "saldría del agujero en que se encontraba ni en semanas, ni en meses, ni, quizás, en un primer mandato". Por eso, el consenso en Washington es que las primeras medidas de la nueva Administración tendrán un marcado carácter progresista en el plano social -anulación de las prohibiciones impuestas por la Administración saliente sobre investigación de células madre y programas destinados a la planificación familiar y otros similares-, que darán satisfacción a importantes colectivos que apoyaron al candidato demócrata, pero cuyo coste dinerario es mínimo, antes de abordar los grandes temas económicos como la reforma fiscal, la sanidad, la educación y el relanzamiento de la economía. Igualmente, Obama procederá de inmediato al cierre de la vergüenza de Guantánamo y a la prohibición de los nefastos vuelos secretos de la CIA, dos medidas igualmente populares dentro y fuera de las fronteras del país, pero con un coste cero. El presidente electo inició su campaña con un discurso radical desde el punto de vista estadounidense con el fin de ilusionar a la juventud y a las minorías afroamericana e hispana. Pero su discurso cambió una vez proclamado candidato y derivó hacia un centrismo totalmente clintoniano. Un centrismo confirmado con el nombramiento de dos antiguos colaboradores de Bill Clinton, John Podesta y Rahm Rahm-bo Emanuel, para los puestos clave de jefe de su equipo de transición y jefe de gabinete de la Casa Blanca, respectivamente. Es en esa posición centrista en la que debería mantenerse una vez en la Casa Blanca, haciendo oídos sordos de las voces de sirena de los grupos de presión más izquierdistas, si no quiere correr la triste suerte de su antecesor y correligionario Jimmy Carter.

En cuanto a la política exterior, el panorama no es tampoco precisamente alentador. Estados Unidos se enfrenta a dos guerras calientes, Irak y Afganistán, a una nueva amenaza de guerra fría por la nueva actitud beligerante de Rusia, que provoca escalofríos en los Estados bálticos y en los países del Cáucaso y a una reafirmación del poderío económico y militar de China, que causa recelos en Japón, Corea del Sur y Taiwan, cuyas defensas garantiza Estados Unidos. Y, por si lo anterior fuera poco, las ambiciones nucleares de Irán y el eterno conflicto palestino-israelí motivarán más de un enfrentamiento entre Estados Unidos y sus aliados europeos, una vez que remita el entusiasmo inicial que la elección de Obama ha provocado en el mundo. No olvidemos que el Partido Demócrata, tradicionalmente, tiene que demostrar una firmeza en temas de seguridad nacional que a los republicanos se les supone. Tiempo habrá de tratar estos temas en profundidad. Pero, sobre todo, atención a Afganistán, cuya guerra Obama no está dispuesto a perder.

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