Columna

Exportar la libertad

Llega el final de curso y algunas asignaturas van a quedar para la convocatoria de septiembre. Veníamos diciendo desde principios de curso que a la Unión Europea corresponde, conforme a su mejor historia, ejercer como centro difusor de libertades y derechos. Y advertíamos que si la UE desertara de esos deberes genuinos, que constituyen su valor diferencial, se condenaría a la degradación hasta dejarse invadir por esclavitudes de otras procedencias. De la misma manera que si la UE dejara de contagiar la prosperidad propia acabaría por incorporar las precariedades ajenas.

Otra cuestión es...

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Llega el final de curso y algunas asignaturas van a quedar para la convocatoria de septiembre. Veníamos diciendo desde principios de curso que a la Unión Europea corresponde, conforme a su mejor historia, ejercer como centro difusor de libertades y derechos. Y advertíamos que si la UE desertara de esos deberes genuinos, que constituyen su valor diferencial, se condenaría a la degradación hasta dejarse invadir por esclavitudes de otras procedencias. De la misma manera que si la UE dejara de contagiar la prosperidad propia acabaría por incorporar las precariedades ajenas.

Otra cuestión es que en estos días algunos líderes sean cortos de vista y se apliquen al cultivo del populismo más letal. Así en Italia, donde Silvio Berlusconi se blinda para revestirse de impunidad y florece la colusión de intereses que favorece los negocios privados del primer ministro sin atender al cumplimiento de sus deberes públicos. Así también en Francia, donde Nicolas Sarkozy confunde la gesticulación mediática con el prestigio de la República. El primero impulsa la discriminación contra la población gitana, y el segundo, una reforma constitucional para erigir una desaforada hiperpresidencia. Ambos amenazan con desnaturalizar la UE y precipitarla en el sinsentido de la insignificancia, que derivaría de la renuncia a su perfil básico.

El Gobierno se siente el adelantado de algunos derechos civiles y parece imbuido de un afán evangélico para difundirlos

Pero difundir los derechos y libertades, ejercer de foco emisor de la dignidad del ser humano, es una misión que requiere maneras determinadas y no puede invocarse para cubrir cualquier aventura, menos aún si se trata de una aventura armada. Por si hiciera falta confirmarlo, se recomienda asomarse al exterior y hacer alguna excursión por la historia. Resulta de gran ayuda para ello ponerse las botas de siete leguas e intentar un repaso significativo, desde las guerras del Peloponeso del siglo V a. C. hasta las aventuras de Afganistán e Irak, como el propuesto por el profesor Luciano Canfora, titular de filosofía clásica en la Universidad de Bari, en su libro Exportar la libertad, publicado por la editorial Ariel en la exquisita colección La isla de Próspero. Su lectura es un gozo intelectual que confirma la penosa reincidencia en el error de algunas de las propuestas aireadas como soluciones históricas. Cuánto nos hubiéramos ahorrado si algunos en posiciones decisivas se hubieran administrado a tiempo una pequeña dosis de conocimiento histórico depurado del sectarismo interpretativo que neutraliza sus enseñanzas.

Apasiona acompañar la cabalgada de Luciano Canfora para contemplar cómo la alianza surgida a raíz de la victoria sobre Persia que trataba de llevar la "libertad" a los griegos de Asia se fue transformando en un férreo mecanismo de sujeción y control, de represión de los griegos ya "liberados". Asombra la invariabilidad de los mecanismos del juego de poder y así verificar que Esparta, como toda gran potencia, no pudiera dejar que fueran otros quienes le dictaran cuándo había de estallar el conflicto que se comenzaba a considerar un desenlace inevitable, que Esparta sólo moviera pieza cuando lo juzgó ineludible y que fueran abandonados a su suerte quienes por muy aliados que fueran se movilizaron antes de tiempo, pensando quizás forzar con ello la mano a la gran potencia enemiga de Atenas.

La panorámica es impresionante pero vale la pena fijarse en otro momento revelador para recoger el dictamen certero según el cual "la idea más extravagante que pueda engendrar la cabeza de un político es la de creer que a un pueblo le baste con entrar a mano armada en el territorio de una nación extranjera para hacerla adoptar sus leyes y su constitución. Porque nadie ama los misioneros armados y de ahí que el primer consejo que dictan la naturaleza y la prudencia es rechazarlos como enemigos que son". Pues bien, queridos lectores, las palabras anteriores no son de Agustín de Hipona, sino de Maximilien Robespierre, y datan de 1792, cuando cundía la tentación en el bullicio de los años revolucionarios de emprender la tarea de "exportar la libertad". Dígasenos ahora, si un lector atento de nuestro Robespierre no hubiera podido advertir los errores de cálculo de Washington sobre lo que iba a suceder a partir del día siguiente de la victoria sobre Sadam Husein en Irak.

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Robespierre se había alzado anteriormente contra el veneno inherente a toda aventura bélica. Por eso sostuvo que la guerra siempre es el deseo principal de un Gobierno poderoso que quiere todavía volverse más poderoso y que es justamente durante la guerra cuando el Gobierno cubre con un velo impenetrable sus latrocinios y errores y ejerce una especie de dictadura, que acalla la libertad mientras el pueblo olvida las deliberaciones que se refieren a sus derechos civiles. Aquí, el Gobierno de Zapatero se siente el adelantado de algunos derechos civiles y parece imbuido de un afán evangélico para difundirlos. Pero otras urgencias se anteponen. Atentos.

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