Crónica:LA CRÓNICA

La antigua Telefónica

Todo el mundo tiene un pasado. Incluso, a veces, más de uno. La cuarentena tiene esas cosas. Es esa edad en que comienzan a aislarte -por tu propio bien- en ese subgrupo humano para el que vivir y recordar viene a ser lo mismo.

Esta tarde estoy de cuarentena. Como siempre, bajando por la calle de Avinyó he vuelto a echarle un vistazo al extraño edificio -paredes graníticas y proporciones imposibles- que continúa impertérrito en la esquina con la Baixada de Sant Miquel. Llevo viendo esta casa desde que, vestidos de domingo, bajábamos a Barcelona toda la familia, a pasear por estos barrio...

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Todo el mundo tiene un pasado. Incluso, a veces, más de uno. La cuarentena tiene esas cosas. Es esa edad en que comienzan a aislarte -por tu propio bien- en ese subgrupo humano para el que vivir y recordar viene a ser lo mismo.

Esta tarde estoy de cuarentena. Como siempre, bajando por la calle de Avinyó he vuelto a echarle un vistazo al extraño edificio -paredes graníticas y proporciones imposibles- que continúa impertérrito en la esquina con la Baixada de Sant Miquel. Llevo viendo esta casa desde que, vestidos de domingo, bajábamos a Barcelona toda la familia, a pasear por estos barrios. Años después, con otras compañías, me seguía parando ante su fachada. Era una mezcla entre castillo bárbaro, morada de gigante y monumento diseñado por una dictadura cruel. Despedía ese aire siniestro y amenazador que a los adolescentes nos chiflaba. Una tarde, jugando al futbolín en el desaparecido Noche y Día, nadie fue capaz de decir qué era aquel inmueble, pero seguimos la conversación durante la cena en El Gallo Kiriko, en aquel entonces sólo apto para estómagos acorazados. Hasta que la imaginación nos pudo, ya de madrugada, tomando cañas en el Tarkus.

La calle de Avinyó de hace sólo 20 años no tenía aún ese aspecto -entre tienda de último grito y tetería para joven moderadamente concienciado- que luce ahora. Estaba demasiado cerca de la vecina Escudellers y tenía el mismo aspecto desaseado. No obstante, ya entonces aquella fachada de gruesa mampostería parecía dispuesta a perseverar, con el mismo café bar Aviñó en los bajos, su supermercado y su hostal Levante. De hecho, la manzana donde se ubica debe de ser uno de los pocos paisajes de la calle que no ha cambiado apenas.

El sitio continuó siendo un misterio, hasta que un día me decidí y me puse a curiosear. Preguntando no llegué a Roma, pero averigüé que aquella enigmática mole era conocida como la Casa Laribal, nombre que recuerda a su promotor, Josep Laribal, político y abogado que, como director del diario El Diluvio, defendió las tesis del lerrouxismo. La leyenda quiere que el edificio que había antes aquí era un burdel donde el joven Pablo Picasso -que vivía muy cerca- trazó los primeros bocetos para su famoso cuadro Las señoritas de Avinyó.

Se trata de un edificio de 1902, obra de Pere Falqués Urpí, uno de los arquitectos más controvertidos del periodo modernista, autor de los monumentos a Rius i Taulet (frente al parque de la Ciutadella) y a Serafí Pitarra (en La Rambla), así como de los bancos y las farolas del paseo de Gràcia, erróneamente atribuidas a Gaudí. Aunque en Sant Andreu aún le recuerdan como el hombre que proyectó la iglesia parroquial, de 1881, cuya cúpula se desplomó sobre los fieles durante la misa el año siguiente y causó varias víctimas. El escándalo le obligó a dimitir como arquitecto municipal, aunque en su barrio tiene una plaza dedicada.

En esta ocasión, Falqués Urpí diseñó una casa compuesta por grandes bloques de piedra y robustas columnas, cuyas proporciones le granjearon la calificación de excéntrica (y no precisamente porque no estuviera en el centro). Tiene una planta baja de enormes portaladas, tres pisos de inmensos ventanales, que empequeñecen conforme ganan altura, y un cuarto piso de ladrillo, cuyo vivo color rojo destaca por encima del gris pétreo del resto del inmueble. La anécdota es que fue la primera central telefónica de la ciudad, hasta que en 1929 se trasladó a la plaza de Catalunya, por lo que los vecinos de más edad aún la conocen como "la antigua Telefónica". Y ahí sigue, desafiando la comprensión del transeúnte, con una de las fachadas más atípicas y enigmáticas de la ciudad.

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