Reportaje:Dos de Mayo, 200 años después: la histórica plaza

El bicentenario de las dos horas

En la plaza del Dos de Mayo sólo hubo ambiente el tiempo que duró la música

El hombre llega a la plaza con su mochila azul. Son las once. Bordea el monumento de los militares Luis Daoiz y Pedro Velarde, y se instala en la parte de atrás. Busca el rincón adecuado, deja la mochila y se echa a dormir, como un día más. Pero a su alrededor las cosas son distintas. Es el bicentenario del Dos de Mayo y en la plaza se prepara la celebración. Manolo está sentado en el semicírculo delante del escenario que el Ayuntamiento ha montado delante del monumento a Daoiz y Velarde: "Vengo a ver lo que hay, pero no tengo ni idea de qué es". A su lado, una mujer en primera fila lee un lib...

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El hombre llega a la plaza con su mochila azul. Son las once. Bordea el monumento de los militares Luis Daoiz y Pedro Velarde, y se instala en la parte de atrás. Busca el rincón adecuado, deja la mochila y se echa a dormir, como un día más. Pero a su alrededor las cosas son distintas. Es el bicentenario del Dos de Mayo y en la plaza se prepara la celebración. Manolo está sentado en el semicírculo delante del escenario que el Ayuntamiento ha montado delante del monumento a Daoiz y Velarde: "Vengo a ver lo que hay, pero no tengo ni idea de qué es". A su lado, una mujer en primera fila lee un libro, ajena a lo que se cuece. Delante de los dos, un centenar de músicos de la Primitiva de Alcoy empiezan la fiesta.

Unas 2.000 personas asisten al único espectáculo en el popular recinto

Una hora y media es el tiempo que dura el espectáculo. Dos horas y media es lo que dura la plaza llena a rebosar. "¡Sólo veo cabezas!", se lamenta Esther, que ha acudido con dos amigas. "Pasábamos por aquí y nos hemos encontrado con esto, pero ha sido casualidad". Mientras habla, en la plaza continúa el espectáculo y las trompetas suenan, ensordeciendo al público.

Según cálculos de este periódico, más de 2.000 personas asistieron al espectáculo. El hombre de la mochila azul duerme profundamente. Sobre su piel negra, el sello y la pulsera de plata relucen al sol. No hay quien lo despierte.

Pero acabado el baile, acabada la fiesta. Es la una y media, la compañía de danza recoge y los operarios desmontan el escenario. Dos horas después ya no quedan ni las reproducciones de las majas colgadas del arco del antiguo parque de artillería de Monteleón, ni nada. Los restaurantes están llenos. Por eso, en un asturiano de la calle de Ruiz no queda "ni solomillo, ni chuletas, ni mollejas". La camarera da explicaciones, nerviosa, a unos clientes habituales: "Entre ayer y hoy, chico, se lo han acabado todo". "Pues ponme unos chipirones", le pide el cliente. "De eso tampoco queda...".

"Esto está muy mal montado", se queja José Eugenio Ortega, vecino de Malasaña. "A mí me ha recordado a los coros y danzas de Franco". Pero en el barrio no todos lo ven de la misma forma. Feng Yai tiene una tienda de alimentación en la calle de Ruiz. "Prefiero estar más tranquila, aunque haya menos clientes", asegura.

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Pero a las seis de la tarde, la plaza recupera el latido que se le supone a un bicentenario. El hombre de la mochila azul, como si lo oliera, vuelve también a su sitio. Pero se ha cambiado el jersey verde de lana por una camiseta también azul. Le coge un trago de cerveza a un compañero y se pierde de nuevo, por la calle de San Andrés. La calle es mítica. Según la historia, ahí vivía Manuela Malasaña. Al final, está la plaza de Joan Pujol, donde unas 50 personas, vecinas del barrio, se acaban de comer cuatro paellas. "Y gratis. Para que vean que montar una fiesta no cuesta nada". Lo dice Isabel Rodríguez, presidenta de la Asociación de Vecinos del Barrio de Malasaña. Está indignada porque el ayuntamiento no les ha autorizado la paella. "Pero la hemos organizado igualmente".

A las nueve de la noche las cuatro calles empiezan a bullir. Dos jóvenes discuten con un policía. "¡En las fiestas se puede beber en la calle!", rezonga uno de los muchachos, prácticamente pegado a las narices del agente. Al menos 40 policías custodian las entradas y salidas a la plaza. "Nos estamos preparando para las avalanchas y las reyertas", asegura uno de ellos. "Lo tenemos controlado", interviene otro. Del hombre de la mochila azul, ni rastro.

Una Bestia de hojalata

Miles de personas escucharon ayer, en torno al monumento de Daoiz y Velarde, a la actriz Blanca Portillo narrar el cuento de Los amores y desamores de la Maja y la Bestia, con permiso de Manolita Malasaña. "Había una vez un hombre con pincel amargo y pelo alborotado", recitaba Portillo, nominada al Goya a Mejor Actriz por Siete mesas de billar francés. Y cuatro manos acariciaban a la Maja desnuda, una figura de cinco metros de cartón piedra expuesta en una plataforma frente al monumento.

Cinco bailarinas de la compañía Sol y Picó y otros cinco bailarines interpretaron varias coreografías de danza basadas en un cuento entre la Maja desnuda y la Bestia, una marioneta de hojalata de nueve metros.

Durante la actuación los espectadores no se movieron de la plaza. "Hemos llegado tarde, pero nos está gustando mucho", aseguró Paqui, que acudió con su hija y su marido. A unos metros, una pareja de italianos gritaba: "¡Bravo, bravo!".

Fue la única conmemoración del bicentenario que hubo ayer en la plaza del Dos de Mayo.

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