Reportaje:

Pateras contracorriente

Jóvenes catalanas explican qué les impulsa a pasar los veranos como voluntarias en un orfanato africano

"Miiiiiira. Mira. ¡Qué guapo es!". Marina Arriola, de 21 años, va pasando una tras otra en la pantalla de su ordenador, con una pasión evidente, las fotos de los niños de Casa Emanuel, el orfanato de Guinea-Bissau en el que junto a otros voluntarios catalanes lleva ya dos veranos consecutivos colaborando. "¡Tío bueno!", estalla en una versión actualizada del me lo comería, que revela un amor tan encarnado que se expresa con las vísceras.

Uno de esos niños que adora Marina es Amadú, el pequeño de año y medio, operado con éxito en Barcelona el pasado septiembre de una hernia que am...

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"Miiiiiira. Mira. ¡Qué guapo es!". Marina Arriola, de 21 años, va pasando una tras otra en la pantalla de su ordenador, con una pasión evidente, las fotos de los niños de Casa Emanuel, el orfanato de Guinea-Bissau en el que junto a otros voluntarios catalanes lleva ya dos veranos consecutivos colaborando. "¡Tío bueno!", estalla en una versión actualizada del me lo comería, que revela un amor tan encarnado que se expresa con las vísceras.

Un bebé que nace enfermo o mutilado es temido como portador de desgracias

Uno de esos niños que adora Marina es Amadú, el pequeño de año y medio, operado con éxito en Barcelona el pasado septiembre de una hernia que amenazaba su vida. Él y los más de 100 pequeños inquilinos de Casa Emanuel son para ella "sus niños". Muy negros todos. Preciosos. Así los ve. Porque tiene la mirada muy limpia después de haber comido, jugado, cantado y dormido durante un mes con ellos. Un agosto entero de abrazos repetidos resulta purificador.

"Lambú, lambú", piden insistentemente los niños del orfanato a los voluntarios con los brazos levantados. Esa expresión, que equivale a nuestro aúpa, da nombre al campamento de verano organizado desde Cataluña para colaborar con el proyecto Casa Emanuel, que funciona desde hace 12 años y dirigen Isabel y Eugenia, dos pastoras evangélicas de Costa Rica que llegaron a Guinea para evangelizar. Después entendieron que el abecedario de Dios debía empezar dando comida y cobijo a los niños que encontraban abandonados en las calles por causa de la pobreza o como consecuencia de enfermedades y supersticiones tribales.

Un bebé que nace enfermo o mutilado o cuya madre muera en el parto, como ocurrió en el caso de Amadú, es temido como portador de desgracias debido a algunas creencias animistas. O, simplemente, unos gemelos. Si son dos niños, uno debe morir o morirá el padre. Si son niñas, la vida que se cree amenazada es la de la madre, explica Marta, de 29 años, responsable del Casal Lambú, lambú.

La ruta en busca de la salvación no siempre mira hacia Europa. Algunas pateras navegan contracorriente porque hay jóvenes que encuentran su norte cuando embarcan rumbo al sur. "Tenemos tiempo libre y lo usamos para hacer cosas útiles", manifiesta Marta. Marina, por su parte, confiesa sentir cierta lástima cuando sus amigos le hablan de botellones o se quejan de lo aburrida que resultó alguna fiesta. Peor es cuando bromean sobre la posibilidad de que se haya contagiado de sida en África: "No lo soporto. Que hagan bromas con el sida, no. Los niños allí mueren de sida".

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Confiesa que de regreso, en casa, sufre alguna llorera, cuya causa acaba identificando con la soledad: "No puedo hablar de mis niños con nadie". Reconoce en su voluntariado un sano egoísmo: "Me pagan un viaje al Caribe y otro a África y sé dónde me voy", afirma. Sentirte útil hace muy feliz. Queda muy pedante, pero te das cuenta de que gracias a ti un niño se va a reír. Son muy agradecidos".

La recompensa se recibe muy adentro. A Marina, el primer día, el aspecto de Mateus da Silva le produjo miedo y se quedó paralizada delante de su desayuno. "No tiene dientes, parece un vampiro, anda como un zombi y está magullado porque sufre ataques de epilepsia. Pero es un niño que te gana: muy agradecido. Cuando juega a la pelota o al pilla, pilla se ríe a carcajada limpia". Tras un mes de convivencia, su miedo se transformó en ternura. Samuel impresionaba también. "Es superestrábico. Y decía constantemente: 'Samu, lambú'. ¿No iba a cogerlo?". Ahora le gustan hasta sus babas. "Señal de que me quiere", dice. Una metamorfosis parecida le ocurrió con Gabriel. El pequeño, de seis años, tiene una pierna más larga que otra y le faltan las manos. "Primero piensas: '¡Pobrecito!'. Pero luego pasas al 'Olé, tío, cómo te lo montas para sobrevivir".

Marina asegura rotunda que los niños de Casa Emanuel son felices: "Mucho, mucho: muchísimo". Lo corrobora Diana, de 26 años: "Están siempre sonrientes". Para Diana, que confiesa haber viajado con cierto temor, lo más duro fue el regreso. La despedida. "Vuelves con la sensación de que formas parte de esa gran familia", explica. Y añade que le gustaría compartir esa sensación con la gente que quiere. Su madre, María, está casi en la parrilla de salida. "En Guinea, hacíamos coña con hacer un comando de mamás".

Suni, la madre de Marina, cuenta que el día del regreso hay que vaciar un poco la nevera para que no le duela a su hija al abrirla. En Guinea-Bissau muchos niños sufren desnutrición y la muerte es una palabra demasiado frecuente. La falta de alimento, la malaria y el sida son las causas más habituales.

Los niños de Casa Emanuel se alimentan con una dieta a base de arroz y los enfermos de sida han experimentado una mejoría notable desde que toman retrovirales. Tienen más vida. Juegan y estudian con los demás. A Isabel y Eugenia, todos les llaman mami. Ninguno es adoptable: se pretende que crezcan y actúen como palanca que aúpe a los habitantes de Bissau, la capital en cuyo extrarradio está ubicado el orfanato.

Marina Arriola, con algunos de los niños del orfanato de Guinea-Bissau en el que colabora.

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