Columna

La caverna va a la ópera

Por mucho que nos consolemos nadando en cifras de abundancia, por más que en el mundo Madrid cuente como la ciudad dinámica, moderna, abierta, que atrae gentes de culturas dispares, no hay manera de desarmar a la caverna. Y no lo digo como una desgracia. Hay que celebrar que se hagan visibles para no bajar la guardia y ser conscientes de que aún queda camino por recorrer y muchos muros que derribar antes de llegar al siglo XXI. Sin duda, el apabullante resultado electoral de la derecha ha convertido la capital en un bastión para el coto de los 'neonacionalcatólicos'. Todos ellos encuentran en ...

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Por mucho que nos consolemos nadando en cifras de abundancia, por más que en el mundo Madrid cuente como la ciudad dinámica, moderna, abierta, que atrae gentes de culturas dispares, no hay manera de desarmar a la caverna. Y no lo digo como una desgracia. Hay que celebrar que se hagan visibles para no bajar la guardia y ser conscientes de que aún queda camino por recorrer y muchos muros que derribar antes de llegar al siglo XXI. Sin duda, el apabullante resultado electoral de la derecha ha convertido la capital en un bastión para el coto de los 'neonacionalcatólicos'. Todos ellos encuentran en la permanente sonrisa monjil de Esperanza Aguirre su mejor mordisco. Madrid es su campo. Juegan en casa pero acaban abusando, pasándose de la raya, como han hecho siempre. Esta semana la han tomado con el Teatro Real, un foro que creían dominado durante años pero que esta temporada les ha salido rana con dos títulos que, según unos 40 abonados defensores de las esencias más rancias, "representan un notable agravio a los principios de la religión católica".

Se refieren a Wozzeck, de Alban Berg, cuyo montaje dirigió Calixto Bieito y El viaje a Simorgh, la ópera de Sánchez Verdú, que puso en escena Federic Amat. Podría parecer, por el juicio que esgrimen, que aquello fue una afrenta para el público. Pero como cada cosa depende del cristal y el color con que se mire -que todo es relativo, aunque pese a los nuevos defensores del absolutismo, que van del Papa Ratzinger al telepredicador Sánchez Dragó-, una inmensa mayoría de la gente que acudió a verlo, libre de prejuicios, supo apreciar hasta atisbos de genialidad en las propuestas. El escalofrío del riesgo. La provocación de verse retratado en su radicalidad humanista. Puro arte.

Eso puede que ofenda a los biempensantes. Pero, como se paga por ello, tienen la libertad de renunciar a su abono, un derecho que creen poseer por la gracia de Dios y que un teatro público debe hacer accesible a todo el mundo por igual. Que prescindan de su chollo vitalicio. No pasa nada. Detrás de ellos hay una gran cola de gente auténticamente interesada en la ópera como expresión que refleja las contradicciones de nuestra sociedad y que cree y defiende la libertad de los creadores por encima de cualquier sermón, sea de la ideología que sea. A buen seguro que ese sector ultra habrá preferido el cartón piedra del último Trovador que vimos en el escenario, con sus cantantes de cuarta categoría en el primer reparto, vestidos con oropel y cortinones, dudosos para el difícil arte de la interpretación, a excepción de Dolora Zajick. Un paso atrás que no hace más que daño a la categoría de un teatro que pretende jugar en la principal liga europea. Ese pedigrí, ese aliento de modernidad se ganará mejor con propuestas como las que salen del rico y emergente talento de Sánchez Verdú y Amat. O con zarpazos como el de Bieito, un visionario más aclamado que discutido en los grandes escenarios europeos y que, sin duda, es hoy nuestro director más internacional. Ése es el camino y no los montajes de óperas de repertorio concebidas como mejunjes que no aportan nada más que nostalgia, aburrimiento y blandenguería.

Los responsables del Real también deberían dejar esto claro a los beatones que han clamado contra los desnudos integrales y la eutanasia en Wozzeck o contra el sexo explícito entre dos hombres y la utilización de la virgen y San Juan de la Cruz en El viaje a Simorgh. Contra lo anecdótico, en suma pero con toda la intención de convertirse en censores inquisitoriales. Encima lo hacen clavándoles un puñal por la espalda al dirigir su misiva al sector que más duele: los patrocinadores y protectores del teatro. Y sin prescindir de tono intimidatorio, con un colofón que da miedo, advirtiéndoles que su apoyo "deja en entredicho el buen nombre de su empresa". Pueden también cruzar la plaza y entrar en La Almudena. Allí seguro que lo pasan bomba entre los frescos de Kiko Argüello y una buena homilía de Rouco. Que se unan a la nueva cruzada de esa alma cándida al que, por cierto, no se le ha oído ni mu contra el cura pederasta condenado por abusos en Aluche. Esas barbaridades parecen que no han ofendido suficiente la moral católica de monseñor ni la de otros tantos que se rasgan tan fácilmente las vestiduras como para pedir al menos perdón a las víctimas. Una de dos: o éste es el mundo al revés o me quieren volver loco.

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