Editorial:

Hora de irse

El escándalo Wolfowitz se ha prolongado demasiado, de manera que la artificial permanencia al frente del Banco Mundial del ex subsecretario de Defensa estadounidense, alimentada ayer mismo por una nueva exculpación de la Casa Blanca, comienza a perjudicar seriamente a la semiparalizada institución. En el penúltimo capítulo de este culebrón financiero-sentimental, y a la espera del inminente pronunciamiento del Consejo del Banco, un comité ha establecido que el íntimo colaborador del presidente Bush violó las normas de la institución al fijar las astronómicas condiciones laborales de su novia....

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El escándalo Wolfowitz se ha prolongado demasiado, de manera que la artificial permanencia al frente del Banco Mundial del ex subsecretario de Defensa estadounidense, alimentada ayer mismo por una nueva exculpación de la Casa Blanca, comienza a perjudicar seriamente a la semiparalizada institución. En el penúltimo capítulo de este culebrón financiero-sentimental, y a la espera del inminente pronunciamiento del Consejo del Banco, un comité ha establecido que el íntimo colaborador del presidente Bush violó las normas de la institución al fijar las astronómicas condiciones laborales de su novia.

En las sociedades democráticas, el liderazgo requiera la confianza de los dirigidos. Por eso es impensable que Paul Wolfowitz, pese al apoyo de EE UU, siga al frente de la organización tras haber perdido la confianza de sus principales accionistas y de muchos de sus más cualificados empleados. El Banco Mundial depende para desempeñar su misión de las contribuciones de los países desarrollados. Los Gobiernos europeos, que proporcionan el 60% de sus fondos, insistieron ayer en que Wolfowitz debe marcharse para devolverle dignidad y credibilidad. Casi 40 directores han escrito al comité ejecutivo señalando que la crisis actual compromete gravemente a la todavía más importante institución global contra la pobreza.

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Si el presidente del Banco Mundial no dimite en las próximas horas, la UE debe estar dispuesta a asumir la decisión de echar a Wolfowitz. Incluso en el caso de que Bush anteponga a la eficacia del Banco el sostener a su estrecho consejero. Sería mejor, sin embargo, un acuerdo rápido entre caballeros a ambos lados del Atlántico que evitase la ruptura del máximo órgano de la institución multilateral en un voto que o humillaría a Washington o, caso de ser favorable a Wolfowitz, no serviría de nada a estas alturas.

El relevo en el Banco Mundial, sin embargo, no debería ser coartada para un ejercicio de hipocresía transnacional. Ni Wolfowitz es el único que lo ha hecho mal ni su novia la única que cobra un sueldo injustificable. Shaha Riza es sólo una entre cientos de miembros del organigrama del Banco dedicado a combatir la pobreza que gana más que la secretaria de Estado de EE UU. Y si el ideólogo de la invasión de Irak, teórico adalid en la lucha contra la corrupción, ha calibrado pésimamente las responsabilidades del cargo, otros por encima de él, básicamente un consejo burocrático e indolente, han contribuido a ello.

El Banco no puede seguir desempeñando su crucial misión, para la que de momento no hay mejor relevo, sin reformarse a sí mismo. Y ese cambio reclama para empezar la supresión de la regla no escrita según la cual EE UU y Europa se reparten su control, junto con el del FMI. El sistema actual debe ser abolido en favor de un concurso global para elegir a la persona más competente, al margen de su nacionalidad, sexo, credo o raza. Wolfowitz, a quien Bush instaló directamente en el cargo, nunca habría llegado a él de haberse cumplido esos requisitos. Candidatos capaces no faltan para sustituirle.

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